Fuente: MAGAZINE 12/04/2009
Fotos de Sebastião Salgado
Los hadzabe de Tanzania y los san de Botsuana pertenecen a la etnia joisán, los últimos pueblos cazadores recolectores de África, cuya forma de vida remite a la historia de la humanidad antes del neolítico
Hace 10.000 años, con la llegada del neolítico, la mayor parte de los seres humanos abandonamos una longeva y exitosa vida cazadora recolectora de seis millones de años desde la aparición del primer homínido africano para pasar a una economía productora –agricultura y ganadería primero– que derivó en la sociedad actual. Pero no todos.
Los hadzabe del lago Eyasi, en Tanzania, y los san del desierto de Kalahari, en Botsuana, ambos pertenecientes al grupo joisán, (también denominado khoisan o khoi-san, y mal llamados bosquimanos), mantienen una existencia como pueblos cazadores recolectores y conservan las lenguas más antiguas de la humanidad. Visitarlos permite contemplar escenas del presente que, perfectamente, podrían haber tenido lugar hace 40.000 años.
La presión de los pueblos agricultores y ganaderos en el lago Eyasi y la búsqueda de materias primas por parte de grandes empresas en el desierto de Kalahari hace cada vez más difícil la forma de vida de estos pueblos, tan Homo sapiens, tan inteligentes y tan contemporáneos como cualquier otro grupo humano. En vez de proteger este rico patrimonio, los hadzabe y los san han sido alejados de sus territorios de caza y recolección.
En Tanzania sólo quedan unos 400 hadzabe que viven en pequeños grupos nómadas distribuidos por el área más árida y deprimida del lago Eyasi. Gracias a la presión de organizaciones públicas y privadas, se ha conseguido que puedan adentrarse de nuevo en el área de conservación de Ngorongoro.
En cambio, en Botsuana, la situación de los san del desierto de Kalahari es mucho más complicada. En la década de los noventa todos los grupos fueron confinados en asentamientos donde languidecen lejos de sus costumbres ancestrales. El trabajo de diferentes organizaciones ha conseguido que unos pocos puedan abandonar estos lugares de hacinamiento para ocupar las tierras de ranchos privados donde están recuperando su forma de vida tradicional. Así lo documenta el extraordinario reportaje gráfico de Sebastião Salgado, quien, en enero del 2008, siguió a una veintena de estos cazadores recolectores san en los terrenos de la granja Trail Blazer, en la región de Ghanzi.
En Tanzania, un equipo interdisciplinar de arqueólogos y antropólogos tuvimos también el privilegio de formar una expedición con destino a un mundo perdido que nada tiene que envidiar al que inmortalizó la pluma de sir Arthur Conan Doyle.
Guiados por un rastreador e intérprete local, los wazungu (los hombres blancos en la lengua suajili) partimos antes del amanecer en busca de los hadzabe, una etnia prácticamente desconocida para la mayor parte de la población mundial. Gigantescos y antediluvianos baobabs, esos árboles que parecen crecer al revés y que hacían peligrar la supervivencia del planeta literario de El Principito, aquí son, por el contrario, los majestuosos guardianes centenarios de una región, la Gran Falla del Rift, que encierra algunos de los documentos más apasionantes del patrimonio de la humanidad.
Tras superar una gran roca caída, la puerta natural que sella el camino, los científicos se encuentran con un pequeño grupo de mujeres y hombres hadzabe. Protegidos en abrigos y cuevas, se calientan en torno a pequeños fuegos mientras–sentados sobre pieles curtidas de kudu– fabrican los estabilizadores de sus flechas con plumas de gallinas de guinea, las cuerdas de sus arcos con filamentos de tendón de antílope, palos cavadores con madera de acacia, etcétera.
El líder del grupo ha dado su aprobación para que los extranjeros puedan acompañarles. Aunque no habrá concesiones; los hadzabe necesitan comer y no adaptarán sus hábitos a las habilidades de los visitantes. Es por esto que, sin previo aviso, unos jóvenes cazadores (jóvenes para los occidentales, adultos en medio de la sabana más esteparia) cogen sus arcos y flechas
–algunas de ellas, envenenadas con la corteza de la rosa del desierto por si se topan con un gran mamífero– y salen corriendo en dirección a los matorrales. Les acompañan un par de niños con arcos más pequeños y flechas con punta de madera afilada destinadas a presas de menor calibre... es la verdadera escuela de los hadzabe. El ritmo es frenético. Si los investigadores quedan enredados y heridos entre la vegetación, como demuestran sus manchas de sangre entre jirones de otrora flamantes camisas, la piel de los cazadores permanece inmaculada y sólo manchada por el polvo.
Tras una hora de tortuosa carrera sin resultados, un profesor universitario escéptico, afectado quizás por el cansancio, llega a dudar de que, en pleno siglo XXI, estas gentes se dediquen realmente a la vida nómada oportunista. ¿Son impostores disfrazados de pueblo troglodita para satisfacción de científicos y turistas? Tres capturas consecutivas acallan la duda; el avezado académico queda atónito cuando su cámara registra cómo dos pequeños pájaros –situados en lo más alto de sendos árboles– son abatidos por uno de los niños que nos acompaña: ambos han recibido un flechazo en la cabeza.
Cuando llega la estación de las lluvias se produce un momento de gran alegría para los joisán. Aunque en la fotografía observamos a dos mujeres protegiéndose de las cortas pero intensas precipitaciones –hace frío y humedad– con improvisados paraguas, el hecho es que las pozas y los ríos se llenan de agua, aparecen nuevos frutos, y los animales acuden para comer en los pastos naturales: es época de abundancia.
Cuando el sol empieza a calentar demasiado es el momento de detener la actividad cinegética para regresar al campamento. Pero falta una sorpresa; en el lecho seco de un río, cazadores y científicos se topan con una temida serpiente: la mamba negra. Todo el mundo huye por precaución... sólo los perros se enfrentan al rápido y venenoso ofidio, que se escabulle lejos del valle arenoso. Uno de los investigadores, sabiendo que los hadzabe tienen el campamento muy próximo, les pregunta: ¿por qué no la habéis matado? La respuesta es tan escueta como natural: porque no se come. Los hadzabe sólo cazan o recolectan lo que van a comer. Una idea extraña para el resto de los humanos que dominan hoy el planeta.
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