El 43,4% de los catalanes piensa que la inmigración extranjera es perjudicial para Cataluña. El Centro de Estudios de Opinión (CEO) reveló este dato contundente en un sondeo sobre la percepción de las políticas públicas del Gobierno catalán, y también señaló que el 30% piensa que esta inmigración es favorable para la sociedad. Además, el 22% se sitúa en el punto medio y considera que no es ni beneficiosa ni perjudicial. En estos tiempos de crisis, económica y emocional, que corren, el 43,4% es una cifra alarmante porque si casi la mitad de los catalanes ve con malos ojos a los inmigrantes, no es difícil que, ahora que el trabajo escasea, dejemos entrar esa idea, que ya sacude a los ingleses, de que cuando el trabajo es poco hay que dárselo al que ha nacido aquí, y no al que ha venido de otro país. Este nacionalismo laboral, que por simplón suele tener mucho éxito, es una contradicción en el mundo globalizado donde un gran porcentaje de las empresas que hay en un país también han inmigrado de otros países.
En Estados Unidos, donde la inmigración masiva es un tema añejo, se ha llegado a la conclusión de que el país se colapsaría si sus inmigrantes más denostados (mexicanos, salvadoreños, guatemaltecos, etcétera) regresaran a sus países.
Ignoro si ese 43,4% habrá pensado en lo que pasaría aquí si, de un día para otro, desaparece esa población “perjudicial para Cataluña”; por otra parte, es verdad que el recelo contra el otro, contra el que es distinto y viene de otra parte, no suele llevar mucha reflexión previa porque, si la hubiera, se llegaría pronto a la conclusión de que un país sin extranjeros, donde haya exclusivamente nativos, sería un sitio claustrofóbico y, sobre todo, de otro tiempo, sería un país inviable en el mundo globalizado, desenchufado del pulso planetario y condenado al fracaso.
También hay que pensar en que nadie emigra por gusto, a nadie le gusta el proyecto de dejar a su familia, su casa y su país para ir a buscarse muy lejos la vida; emigrar no es fácil, y menos si en el país al que llegas el 43,4% te considera un elemento “perjudicial”; además, como ha quedado demostrado durante décadas en Estados Unidos, a los inmigrantes no hay dios que los detenga, de poco sirven los controles y las vallas fronterizas, se trata de gente desesperada que trata de sobrevivir y esta fuerza, esa furia, es literalmente incontenible.
La inmigración en Cataluña, en España y en Europa en general, no es un tema sobre el que pueda decidirse, se puede estar a favor o en contra, pero los inmigrantes ya están aquí, son parte indisociable del país, han llegado para quedarse y el fenómeno, guste o desagrade, es irreversible.
Este asunto de los que emigran en el mundo globalizado me recuerda siempre, por contraste, al actor bosquimano N’xau, un hombre que se negaba sistemáticamente a emigrar de Tsumeke, la apacible aldea africana donde vivía. N’xau era el actor bosquimano que se encuentra una botella de Coca-Cola, en el desierto de Kalahari, que sirve de pie argumental para la película Los Dioses deben estar locos (Jaime Uys, 1980). El verdadero oficio de N’xau era el de pastor; antes y después de la película lo que hacía este hombre era cuidar un rebaño de chivas; es decir, que mientras su público ovacionaba sus gracejos en Nueva York, Hong Kong, Oslo o Barcelona, el actor pastor, envuelto en una polvareda salpicada de balidos y clan clans de campana, arreaba una docena de chivas en las afueras de Tsumeke. Unos años después de aquella película que lo lanzó al estrellato, un escuadrón de productores orientales, con lujo de jet, irrumpió en la apacible Tsumke para llevarse al actor pastor a Hong Kong, donde lo esperaban algunos filmes de acción que, supongo, tenían buenas dosis de karate y patadas voladoras. Después de estos filmes regresó a su antiguo oficio de cuidar chivas, a la apacible Tsumke, que, como parte de Namibia, se independizaría de Suráfrica en 1990. Éste es un dato que debe añadirse a la inconveniencia mediática que lo rodeó siempre: no solamente era un actor remoto, que no hablaba ninguna lengua occidental y que, consecuentemente, no daba entrevistas ni juego al mundillo del cine, sino que, además, su periodo de estrella había quedado cifrado antes de la independencia de Namibia, en el pasado histórico de un país de por sí poco conocido. Ignoro si N’xau era una celebridad en la apacible Tsumeke, donde probablemente no hay cine ni máquinas de DVD ni, me parece, luz eléctrica. La noticia de la muerte del actor pastor nos llegó, desde la apacible Tsumke, con 15 días de retraso, hace apenas un lustro. Se cree que al morir tenía 59 años y se sabe que el dinero que le dejó su trabajo en el cine era un montón de billetes que carecían de valor y significado en su aldea y que, un buen día, harto del espacio que ocupaban, dejó un montón de dólares fuera de su casa para que se los llevara el viento.
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