JOAN SUBIRATS, EL PAÍS, 07/05/2009
Escribo este artículo sentado en el aeropuerto de Roma frente a un grupo de personas con rasgos orientales, cuyas caras lucen una imponente mascarilla. Mis colegas de banco les miran azorados. ¿Hacen bien previniendo lo peor? ¿Son víctimas del alarmismo desatado que bloquea vuelos de México (China), ordena sacrificar cerdos (Egipto), o aconseja no ir a Montmeló a ver la fórmula 1 ya que "Cataluña es la región europea más infectada" (ministra alemana dixit)? Uno de los casos más usados en los cursos de análisis de políticas públicas es el que narra la crisis de la gripe porcina que se desató en Estados Unidos en 1976, en plena campaña de primarias para la elección presidencial, y cuando la Casa Blanca estaba ocupada por un vacilante Gerald Ford, tras Watergate y la dimisión de Nixon. Los hechos son los siguientes. En el centro de instrucción de reclutas Fort Dix (Nueva Jersey), en un frío enero de 1976, un grupo de jóvenes reclutas tuvo problemas respiratorios. Muchos fueron hospitalizados. Uno de los que no lo fueron, tras realizar una marcha nocturna, murió. El médico del cuartel envió cultivos al laboratorio estatal. Muchos de los virus encontrados correspondían al tipo Victoria o de Hong Kong, responsable desde 1968 de la mayoría de gripes humanas. Pero, otros no respondían a esas características. Se enviaron los cultivos a Centers for Disease Control (CDC) de Atlanta. El 12 de febrero, el laboratorio del CDC informó del resultado: en cuatro casos, incluido el de la persona fallecida, el virus desconocido era el de la gripe porcina. Como se ha recordado estos días, en 1918, una epidemia causada por un virus de gripe porcina, produjo millones de muertes en el mundo entero, medio millón en Estados Unidos. Si bien, muchas de esas muertes fueron atribuidas a la neumonía que complicó la gripe y que ahora sería tratable con antibióticos, un número desconocido sucumbió a la misma gripe. ¿Sería el virus detectado en Fort Dix, tan virulento como el de 1918? Todo hacía suponer que los reclutas podían haber sido infectados por transmisión persona-persona. ¿Implicaba ello que un virus largo tiempo limitado a los cerdos, estaba ahora volviendo a las personas? ¿Implicaba un cambio antigénico? Si era así, nadie más joven de 50 años tenía anticuerpos específicos o capacidad de resistencia para afrontar esa infección.
Es evidente que esta historia tiene muchos puntos de contacto con lo que está sucediendo ahora. Riesgo, incertidumbre, ciencia y oportunismo político se unieron sin rubor alguno. David Sencer, director entonces del CDC, tras constatar que la infección en Fort Dix se había extendido a centenares de soldados, convocó una rueda de prensa. Al día siguiente, los medios recogieron la noticia, con imágenes de personas con mascarilla y con referencias la mortífera gripe de 1918. ¿Qué hacer? Era urgente decidir, ya que de existir el peligro de pandemia (a pesar de que no se conocían casos de gripe porcina fuera del cuartel), se necesitaban vacunas, y ello llevaba tiempo. La situación era complicada. Si se decidían por la posibilidad de pandemia, lanzaban el plan de vacunación, y luego no se producía la infección masiva, se habría gastado mucho dinero para nada. Pero, ¿y si no se tomaban esas medidas y luego ocurría la catástrofe? Por otro lado, aún se disponía de tiempo antes de la época del año en que se extienden las gripes. No había "grupos de riesgo". Todos los menores de 50 años eran susceptibles de ser infectados. Ello implicaba vacunar a 213 millones de personas. Coste aproximado en aquel momento, 134 millones de dólares. El memorando de Sencer al entonces presidente Ford, se inclinaba por lanzarse a la producción de vacunas en conjunción con la industria farmacéutica. Gerald Ford, preocupado por el ascenso de un tal Ronald Reagan en las primarias republicanas, aprovechó la ocasión para afianzar su imagen como presidente, y asumió sin pestañear el escenario más dramático en un mensaje a la nación el 24 de marzo. Ordenó fabricar la vacuna, y se empezó la vacunación masiva en octubre, un mes antes de las elecciones. En diciembre se suspendió el programa tras los graves efectos secundarios que la vacuna había causado en miles de personas, sin que posteriormente la epidemia estallase.
Los informes de estos días apuntan a que el riesgo de la pandemia es consistente. El virus de la gripe es mucho más flexible y mutable que otros que siguen asolándonos (sida, malaria, tuberculosis). De hecho, cada año, mueren muchas personas por la gripe ordinaria. A mayor movilidad, más riesgo de transmisión rápida. A más vacunas a cerdos y personas, evoluciones a cepas víricas más resistentes. La nueva gripe es un síntoma de los peligros que desata la vía de desarrollo escogida, y la falta de reflexión y precaución sobre avances científicos rápidamente convertidos en técnicas rentables. Lo dice la especialista Laurie Garrett en una revista no precisamente alternativa como es Newsweek: hemos escogido un desarrollo que potencia la evolución viral. Si en 1983 consumíamos 152 millones de toneladas de todo tipo de carne al año, en 1997 eran ya 233 millones y la previsión es que en 2020 necesitaremos 386 millones de toneladas de carne de cerdo, de pollo, de ternera o de pescado de granja para poder sostener el ritmo de consumo. Es precisamente en esa mezcla de voracidad y de un modo de producción que genera hacinamiento y arriesgadas condiciones de producción y cría, lo que impulsa lo que ahora padecemos. En el editorial de The Economist, la conclusión es distinta pero convergente: necesitamos ámbitos más globales de prevención y de gestión de este tipo de riesgos que acompañan el modelo de desarrollo por el que se ha optado. Mucha innovación y poca gestión de riesgos. Una combinación de más sosiego consumista, de más énfasis en los mercados locales de consumo alimenticio, y de más capacidad de gobernanza global, podrían facilitar el convivir con los riesgos, evitando la búsqueda de seguridades totales, imposibles de alcanzar. Como ya dijo Churchill "estamos en la era de las consecuencias".
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