"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

lunes, 3 de octubre de 2011

El triunfo de las ciudades. Cómo nuestra gran creación nos hace más ricos, más listos, más sostenibles, más sanos y más felices. Edward Glaeser.

Urbanofilia

SALVADOR GINER EL PAÍS 01/10/2011
Edward Glaeser realiza un canto a la ciudad en un docto y a la vez ágil tratado de urbanismo y urbanidad
No acabamos de decidirnos a favor ni en contra de la vida urbana. Desde el mismo momento de la invención de la ciudad sus moradores las han venerado, sin que faltaran quienes las aborrecían. Las maldiciones bíblicas contra Babilonia, la Gran Ramera, no son precisamente de ayer mismo. Poseemos en Europa una extraordinaria literatura sobre las ciudades, nunca libre del todo de esta inclinación a la desmesurada admiración o a la más abierta condena.
"Ayudemos a los pobres, no a las ciudades pobres", reza una de sus frecuentes expresiones de lapidaria sencillez

Fray Antonio de Guevara sabía bastante de esto cuando en 1539 dio a la imprenta su Menosprecio de corte y alabanza de aldea, sin decidirse demasiado ni por la una ni por la otra. En su siglo, el señor alcalde de Burdeos, Michel de Montaigne, amigo grande de la vida rural, nunca se distanció de la capital gascona ni dejó de sentir por París cariño y lealtad política. Las cosas se irían agriando, sin embargo, a medida que la ciudad se convertía en un pozo de vicios, o de tumulto revolucionario, como lo vio Thomas Hobbes en su poco leído Behemoth, nombre de un monstruo bíblico, dedicado a un Londres levantisco. (Aunque el otro monstruo, el Leviatán, ya abarcaba según él a toda la sociedad humana, campesinos inclusos). Para los buenos puritanos, la única ciudad buena era la Jerusalén prometida: las otras sólo acopiaban vicios. Tanta maldición culminaría con la idealización del campo y de la vida rural propia del mayor error romántico. A menudo se esconde bajo el llamado "descubrimiento de la naturaleza" desencadenado por el arte y en la filosofía por las ensoñaciones de Rousseau. A los románticos, tan amigos del desafuero, no se les ocurriría otra cosa que condenar las ciudades, sobre todo a medida que avanzaba el mundo industrial y el humo, el hollín y la miseria proletaria las invadía. Friedrich Engels pergeñó el clásico de la urbanofobia en su inmortal ensayo sobre Manchester, de 1844. Los bolcheviques, que no en vano hicieron la revolución con sus ideas, pensaron que en el mundo del comunismo del futuro deberían desaparecer las ciudades -por mor de eliminar la "contradicción entre la ciudad y el campo"- y ello explica que los primeros urbanistas soviéticos propusieran la desurbanización sistemática. No era idea descabellada: la Ciudad Lineal madrileña o las New Towns inglesas son hoy ecos de un esfuerzo parejo. Como los son hoy no pocos suburbios ajardinados, dependientes del automóvil, en incontables ciudades americanas, pero también europeas.

La ciencia social no ha sido nunca ajena a estas preocupaciones urbanas. A ella debemos algunas de las mejores reflexiones y propuestas. El ensayo de Fustel de Coulanges sobre la ciudad antigua, de 1864, una de las mayores reflexiones sobre la naturaleza de la ciudad, podría ser leído con provecho por más de un arquitecto o urbanista atolondrado, y no digamos La Metrópolis y la vida del espíritu de Georg Simmel, de 1903, o los escritos sobre la ciudad de Max Weber, junto a La ciudad en la historia, de 1961, posiblemente el mejor tratado sobre el asunto, que valió a su autor, Lewis Mumford, hombre de letras, la pertenencia a las asociaciones de arquitectos más selectas e incluso a los grandes premios de su arte.

Junto a esos clásicos sigue habiendo buenas razones para recomendar a nuestros planificadores un conocimiento somero de lo que aportó la Escuela de Chicago a la sociología urbana. De una crítica a aquel esfuerzo, fruto del progresismo norteamericano anterior a la II Guerra Mundial, se ha alimentado buena parte del pensamiento urbano posterior, con resultados desiguales. La lucha contra el peligro de la formación de guetos, la excesiva segregación por clases sociales o razas, los procesos de degeneración de barriadas enteras y la aparición de reductos para ricos en la ciudad capitalista moderna han encontrado mucha munición vía Chicago. (Algunos han querido criticar la célebre escuela aduciendo que olvida los "movimientos sociales urbanos", que es lo que presuntamente importa. Como si hubiera en el mundo moderno movimientos que no lo fueran. Cierto es, la guerrilla montaraz tuvo su momento -en Cuba por ejemplo- pero hoy, en todo el mundo musulmán, toda revuelta es urbana, por definición. Y los indignados, hoy también, han ocupado los núcleos emblemáticos de las ciudades españolas).

La lucha contra los males endémicos de la ciudad ha marcado por mucho tiempo una tendencia esencial en el mundo del urbanismo. Muchos pensaron que la solución era la intervención en la ordenación del territorio urbano, y así conseguían que actuaran las autoridades. Hoy la regulación, la zonificación, la calificación y recalificación están por doquier a la orden del día. Cuando aciertan, el resultado puede ser beneficioso para los moradores. Cuando no, los daños son difíciles de calcular. Las tendencias sociales -migraciones, huida de las ciudades de los grupos más dinámicos, la formación de núcleos favorables a la delincuencia- pueden ser bastante catastróficas.

Los fracasos han sido aleccionadores. Así, no hace mucho que los urbanistas han redescubierto las virtudes de la ciudad densa y castiza, la que otrora se quería ruralizar, esponjar, o dotar de grandes espacios, con avenidas imponentes, plazas más o menos "duras", parques inmensos, y vivienda asequible en grandes bloques de pisos rodeados de verdura. Esa idea ha gozado de buen predicamento entre arquitectos de la Europa meridional que han redescubierto los encantos y la calidad de vida de la ciudad mediterránea, de la "ciudad compacta". Ahora resulta que ni Génova, ni Atenas, ni Valencia están tan mal. Y ahora con El triunfo de la ciudad, del urbanólogo norteamericano Edward Glaeser, profesor de economía en Harvard, este redescubrimiento encuentra una curiosa síntesis, que quiere solucionar los problemas que plantea el exceso de planificación cuando derrota las tendencias espontáneas de la población, sin por ello caer (del todo) en una suerte de neoanarquismo urbano.

Su bestia negra son las políticas públicas urbanas que van contra aquellas corrientes más o menos inexorables. ¿Por qué salvar Detroit o Liverpool de su decadencia? ¿Por qué inyectar dinero y recursos contra lo inexorable? Cuando el huracán Katrina destruyó Nueva Orleans, ¿qué sentido tenía reconstruirla tal cual, gastando billones de dólares? ¿No era mejor subvencionar a las víctimas, generosamente, para que se marcharan a donde les pluguiera? Seguramente irían a engrosar otras ciudades, a dinamizarlas con savia nueva, piensa Glaeser.

Las ciudades, con sus centros urbanos -plagados de rascacielos en Toronto, México, Nueva York, Buenos Aires, Chicago- algo caóticos, vibrantes, intensos son la solución, y no el problema. Engendran calidad de vida de incontables ciudadanos. Las calles y barrios circundantes, también. ¿Por qué dispersar, suburbanizar? ¿Por qué no atraer talento, o promover políticas públicas para incrementar su vitalidad? La más importante -y en esto la faz progresista y claramente distanciada de todo anarquismo aparece en los argumentos de Glaeser- es la educación, las escuelas. Unas buenas escuelas primarias y secundarias en los centros urbanos atraen a clases profesionales jóvenes que buscan, ante todo, una escolarización decente para sus hijos. A su vez, el flujo de las clases medias profesionales y ambiciosas a la ciudad revitaliza los barrios en que se instalan y mejoran el transporte público, que es el que importa.

Este canto a la ciudad como tal -el título es el de El triunfo de la ciudad, no "de las ciudades" como reza el de la versión castellana- insiste en la importancia de potenciar la vida de sus gentes, no la de la ciudad misma. "Ayudemos a los pobres, no a las ciudades pobres", reza una de sus frecuentes expresiones de lapidaria sencillez. El encanto de este docto y a la vez ágil tratado de urbanismo es que también lo es de urbanidad. Vinculado por un lado con la actitud tradicional de la izquierda -y contra las fuerzas del egoísmo que no quieren para su barrio servicios molestos que es menester instalar en algún lugar- se mantiene fascinado por la tendencia de las gentes a hacer su vida y montar su hogar como les place y donde les place. Tal vez no haya resuelto esta imposible y vieja contradicción. Pero es imposible salir indiferente, ni llenos de estímulos, de una reivindicación tan feliz del modo urbano de convivir.

El triunfo de las ciudades. Cómo nuestra gran creación nos hace más ricos, más listos, más sostenibles, más sanos y más felices. Edward Glaeser. Traducción de F. Corriente Basús. Taurus. Madrid, 2011. 494 páginas. 22 euros.

domingo, 2 de octubre de 2011

Las mentiras de la crisis, de Manuel Castells en La Vanguardia

Fuente: La Vanguardia,  1 de octubre

OBSERVATORIO GLOBAL

Lo sabemos: vivimos una profunda crisis financiera provocada por la irresponsablidad de las instituciones financieras que quisieron irse de rositas, rescatadas por nuestros impuestos y con pingües ganancias para los bancos y primas millonarias para los banqueros. No es demagogia, son datos. También sabemos que cuando se cerró el grifo del crédito empezaron a caer pequeñas y medias empresas y a despedir trabajadores las grandes. Y que los gobiernos fueron tapando agujeros con dinero que no tenían, pidiendo prestado con tipos de interés cada vez más altos para regocijo de los mismos financieros.  Hasta que se les acabaron las reservas y peligró su capacidad de pagar las deudas.

Y así llegamos a la receta universal del mundo del dinero y el poder: cortar el gasto público en todos los servicios esenciales de la vida de la gente: salud, educación, cobertura social, seguro de paro y demás conquistas sociales consideradas insostenibles por quienes siguen cobrando sus sueldos y disfrutando de sus privilegios. Eso sí, hay que pagar a los acreedores, porque son bancos, franceses y alemanes en particular.

Es también sabido que Grecia no puede pagar sin una transferencia de fondos de otros países europeos, o sea, de su bolsillo y del mío. Y como hay resistencias con consecuencias electorales (desde el nacionalismo finlandés hasta el partido pirata berlinés) la opción es un impago parcial y una devaluación de la deuda griega mediante la salida de Grecia del euro. Pero resulta que la insolvencia pública y la crisis de liquidez bancaria también se dan en Irlanda, Portugal e Italia. Y, de forma aún parcialmente encubierta, en España. No es que todos los bancos sean insolventes, sino que son interdependientes y hay activos tóxicos (o sea, impagables) en muchos de ellos. No se fían unos de otros mientras nos piden que nos fiemos de ellos. Por eso se han reducido al mínimo los préstamos interbancarios. Los bancos transfieren fondos al BCE, que los hace llegar a sus destinatarios previo control de liquidez. Pero, dícese, no hay que preocuparse: la UE, o el BCE, o el FMI o el G-20 van a intervenir de forma coordinada y a restablecer la liquidez bancaria y la estabilidad financiera. Quienes así dicen saben que es mentira, que no hay capacidad política de coordinación ni capacidad financiera de intervención en un mercado global por el que circula 50 veces más capital del que los bancos centrales pudieran movilizar para contrarrestar los flujos especulativos. Ni siquiera están de acuerdo Francia y Alemania, ni Merkel con su coalición, ni la cúpula del BCE (recuerden la dimisión del número dos).

Y en cada país, autoridades políticas y reguladores financieros engañan al personal, ya sea por ignorancia, incompetencia o mentira. En España, Zapatero estuvo negando incluso la existencia de una crisis durante dos años, y cuando la tuvo que admitir, tanto él como su vicepresidenta económica periódicamente anuncian el repunte económico inminente, en contraste con la vivencia de los ciudadanos. Fernández Ordóñez, gobernador del Banco de España, ha acentuado la incertidumbre económica negando repetidamente la evidencia de la fragilidad del sistema financiero español (a veces presentado por Zapatero como el más solvente del mundo), contradiciendo incluso los diagnósticos benevolentes de las autoridades financieras europeas.

Cuando en julio constatamos que entre las nueve entidades financieras europeas que no superaron las pruebas de resistencia había cinco españolas, el arrogante gobernador rechazó la metodología del cálculo.

Siendo así que en realidad había otras tres entidades españolas (hoy con problemas) que tampoco las habrían superado si no hubiera sido porque se contabilizó como activos, sin ningún rigor, lo que esperaban obtener de su anunciada salida en bolsa. O sea: ocho de las doce entidades en peligro eran españolas. Y este mes se ha sabido que de los 16 bancos que la Autoridad Bancaria Europea declara en necesidad de ser recapitalizados, siete son españoles: ningún otro país tiene más de dos en la lista. De nuevo salió a la palestra el inefable gobernador, desdeñando la importancia de la advertencia. Y cuando las agencias de evaluación rebajan la cotización de la deuda pública española, las autoridades del país, con la ministra de Economía a la cabeza, la rechazan por injusta como si de una conspiración antiespañola se tratara. Siendo así que aunque la evaluación no reflejase la realidad, sus efectos negativos la hacen real. Tal vez piensen nuestros gobernantes (a algunos de los cuales veremos pronto en jugosos puestos de consultoría económica, pero a otros, como el gobernador, habrá que vivirlos peligrosamente) que mintiendo descaradamente tranquilizan a los mercados y reducen la ansiedad de los ciudadanos.

Alguien tendría que hacerles un cursillo de comunicación. Ni los mercados ni los ciudadanos se creen a los gobernantes. Nos han acostumbrado a que dicen lo que creen que debemos saber y no saber, porque en último término nos consideran ignorantes e irresponsables. En realidad, es esta mentira sistemática sobre la realidad de la crisis, el cómo y el porqué, lo que está ahondando la crisis de confianza entre las instituciones y las personas, sean inversores, consumidores, trabajadores o votantes. La ocultación de la verdad como forma de gobierno es una práctica generalizada en Europa y en el mundo. Nadie habla de la más que probable desintegración del euro ni explica el porqué ni el cómo se puede evitar. En esa niebla de incertidumbre, las palabras de un megalómano como Rastani tienen más credibilidad que las oblicuas declaraciones de gerifaltes emperifollados que luego explicarán que no fue culpa suya sino de otro país, del mercado, o de Casandras irresponsables. La irresponsabilidad es, en una situación de tanta gravedad como la que estamos viviendo, no hablar alto, claro, sin tecnicismos innecesarios, y plantear las opciones, sus costos, sus consecuencias, a quiénes perjudican y a quiénes benefician. Y dejar en último término que decidamos nosotros. Porque ahora vienen elecciones. Pero ¿serán el momento de la verdad? ¿O, como es habitual, el carrusel de las mentiras?

El nuevo “sistema-mundo”, de Ignacio Ramonet

Fuente: Le Monde diplomatique (Nº: 192 Octubre 2011)

Cuando se acaban de cumplir diez años desde los atentados del 11 de septiembre y tres años desde la quiebra del banco Lehman Brothers ¿cuáles son las características del nuevo “sistema-mundo”?

La norma actual son los seísmos. Seísmos climáticos, seísmos financieros y bursátiles, seísmos energéticos y alimentarios, seísmos comunicacionales y tecnológicos, seísmos sociales, seísmos geopolíticos como los que causan las insurrecciones de la “Primavera árabe”

Hay una falta de visibilidad general. Acontecimientos imprevistos irrumpen con fuerza sin que nadie, o casi nadie, los vea venir.

  1. Si gobernar es prever, vivimos una evidente crisis de gobernanza. Los dirigentes actuales no consiguen prever nada. La política se revela impotente. 
  2. El Estado que protegía a los ciudadanos ha dejado de existir. 
  3. Hay una crisis de la democracia representativa: “No nos representan”, dicen con razón los “indignados”. 
  4. La gente constata el derrumbe de la autoridad política y reclama que ésta vuelva a asumir su rol conductor de la sociedad por ser la única que dispone de la legitimidad democrática
  5. Se insiste en la necesidad de que el poder político le ponga coto al poder económico y financiero
  6. Otra constatación: una carencia de liderazgo político a escala internacional. Los líderes actuales no están a la altura de los desafios.

Los países ricos (América del Norte, Europa y Japón) padecen el mayor terremoto económico-financiero desde la crisis de 1929. Por primera vez, la Unión Europea ve amenazada su cohesión y su existencia. Y el riesgo de una gran recesión económica debilita el liderazgo internacional de Norteamérica, amenazado además por el surgimiento de nuevos polos de poderío (China, la India, Brasil) a escala internacional.

En un discurso reciente, el Presidente de Estados Unidos anunció que daba por terminadas “las guerras del 11 de septiembre”, o sea las de Irak, de Afganistán y contra el “terrorismo internacional” que marcaron militarmente esta década. Barack Obama recordó que “cinco millones de Americanos han vestido el uniforme en el curso de los últimos diez años”. A pesar de lo cual no resulta evidente que Washington haya salido vencedor de esos conflictos. Las “guerras del 11 de septiembre” le costaron al presupuesto estadounidense entre 1 billón (un millón de millones)  y 2,5 billones de dólares. Carga financiera astronómica que ha tenido repercusiones en el endeudamiento de Estados Unidos y, en consecuencia, en la degradación de su situación económica.

Esas guerras han resultado pírricas. En cierta medida, finalmente, Al Qaeda se ha comportado con Washington de igual modo que Reagan lo hizo con respecto a Moscú cuando, en los años 1980, le impuso a la URSS una extenuante carrera armamentística que acabó agotando al imperio soviético y provocando su implosión. El “desclasamiento estratégico” de Estados Unidos ha empezado.

En la diplomacia internacional, la década ha confirmado la emergencia de nuevos actores y de nuevos polos de poder sobre todo en Asia y en América Latina. El mundo se “desoccidentaliza” y es cada vez más multipolar. Destaca el rol de China que aparece, en principio, como la gran potencia en ciernes del siglo XXI. Aunque la estabilidad del Imperio del Medio no está garantizada pues coexisten en su seno el capitalismo más salvaje y el comunismo más autoritario. La tensión entre esas dos fuerzas causarà, tarde o temprano, una fractura. Pero, por el momento, mientras declina el poderío de Estados Unidos, el ascenso de China se confirma. Ya es la segunda potencia economica del mundo (por delante de Japón y Alemania). Además, por la parte importante de la deuda estadouninese que posee, Pekín tiene en sus manos el destino del dólar…

El grupo de Estados gigantes reunidos en el BRICS (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica) ya no obedece automáticamente a las consignas de las grandes potencias tradicionales occidentales (Estados Unidos, Reino Unido, Francia) aunque éstas se sigan autodesignando como “comunidad internacional”. Los BRICS lo han demostrado recientemente en las crisis de Libia y de Siria oponiéndose a las decisiones de las potencias de la OTAN y en el seno de la ONU.

Decimos que hay crisis cuando, en cualquier sector, algún mecanismo deja de pronto de funcionar, empieza a ceder y acaba por romperse. Esa ruptura impide que el conjunto de la maquinaria siga funcionando. Es lo que está ocurriendo en la economía desde que estalló la crisis de las sub-primes en 2007.

Las repercusiones sociales del cataclismo económico son de una brutalidad inédita: 23 millones de parados en la Unión Europea y más de 80 millones de pobres… Los jóvenes aparecen como las víctimas principales. Por eso, de Madrid a Tel Aviv, pasando por Santiago de Chile, Atenas y Londres, una ola de indignación levanta a la juventud del mundo.

Pero las clases medias también están asustadas porque el modelo neoliberal de crecimiento las abandona al borde del camino. En Israel, una parte de ellas se unió a los jóvenes para rechazar el integrismo ultraliberal del Gobierno de Benjamín Netanyahu.

El poder financiero (los “mercados”) se ha impuesto al poder político, y eso desconcierta a los ciudadanos. La democracia no funciona. Nadie entiende la inercia de los gobiernos frente a la crisis económica. La gente exige que la política asuma su función e intervenga para enderezar los entuertos. No resulta fácil; la velocidad de la economía es hoy la del relámpago, mientras que la velocidad de la política es la del caracol. Resulta cada vez más dificil conciliar tiempo económico y tiempo político. Y también crisis globales y gobiernos nacionales.

Los mercados financieros sobrerreaccionan ante cualquier información, mientras que los organismos financieros globales (FMI, OMC, Banco Mundial, etc.) son incapaces de determinar lo que va a ocurrir. Todo esto provoca, en los ciudadanos, frustración y angustia. La crisis global produce perdedores y ganadores. Los ganadores se encuentran, esencialmente, en Asia y en los países emergentes, que no tienen una visión tan pesimista de la situación como la de los europeos. También hay muchos ganadores en el interior mismo de los países occidentales cuyas sociedades se hallan fracturadas por las desigualdades entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres.

En realidad, no estamos soportando una crisis, sino un haz de crisis, una suma de crisis mezcladas tan intimamente unas con otras que no conseguimos distinguir entre causas y efectos. Porque los efectos de unas son las causas de otras, y asi hasta formar un verdadero sistema. O sea, nos enfrentamos a una crisis sistémica del mundo occidental que afecta a la tecnología, la economía, el comercio, la política, la democracia, la guerra, la geopolítica, el clima, el medio ambiente, la cultura, los valores, la familia, la educación, la juventud, etc.

Vivimos un tiempo de “rupturas estratégicas” cuyo significado no comprendemos. Hoy, Internet es el vector de la mayoría de los cambios. Casi todas las crisis recientes tienen alguna relación con las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información. Los mercados financieros, por ejemplo, no serían tan poderosos si las órdenes de compra y venta no circulasen a la velocidad de la luz por las autopistas de la comunicación que Internet ha puesto a su disposición. Más que una tecnología, Internet es pues un actor de las crisis. Basta con recordar el rol de WikiLeaks, Facebook, Twitter en las recientes revoluciones democráticas en el mundo árabe.

Desde el punto de vista antropológico, estas crisis se están traduciendo por un aumento del miedo y del resentimiento. La gente vive en estado de ansiedad y de incertidumbre. Vuelven los grandes pánicos ante amenazas indeterminadas como pueden ser la pérdida del empleo, los choques tecnológicos, las biotecnologías, las catástrofes naturales, la inseguridad generalizada… Todo ello constituye un desafio para las democracias. Porque ese terror se transforma a veces en odio y en repudio. En varios países europeos, ese odio se dirige hoy contra el extranjero, el inmigrante, el diferente. Está subiendo el rechazo hacia todos los “otros” (musulmanes, gitanos, subsaharianos, “sin papeles”, etc.) y crecen los partidos xenófobos.

Otra grave preocupación planetaria: la crisis climática. La conciencia del peligro que representa el calentamiento general se ha extendido. Los problemas ligados al medio ambiente se están volviendo altamente estratégicos. La próxima Cumbre mundial del clima, que tendrà lugar en Rio de Janeiro en 2012, constatarà que el número de grandes catástrofes naturales ha aumentado así como su carácter espectacular. El reciente accidente nuclear de Fukushima ha aterrorizado al mundo. Varios gobiernos ya han dado marcha atrás en materia de energía nuclear y apuestan ahora –en un contexto marcado por el fin próximo del petróleo– por las energías renovables.

El curso de la globalización parece como suspendido. Se habla cada vez más de desglobalización, de descrecimientoEl péndulo había ido demasiado lejos en la dirección neoliberal y ahora prodría ir en la dirección contraria. Ya no es tabú hablar de proteccionismo para limitar los excesos del libre comercio, y poner fin a las deslocalizaciones y a la desindustrialización de los Estados desarrollados. Ha llegado la hora de reinventar la política y de reencantar el mundo.