"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

sábado, 14 de mayo de 2011

Un mundo a la intemperie,


Todavía colea en la cartelera Inside job, el más pavoroso relato de terror de los últimos años. Exhibido en contadas salas, el documental revela los delirios y desmanes financieros que hace tres años abrieron la sima en que nos despeñamos. Los principales responsables fueron, no cabe duda, un nutrido puñado de bancos, tinglados crediticios y agencias de evaluación a cuyo lado las arterías de mafias y camorras semejan juegos de niños. Pero también, en modos y grados diversos, buen número de organismos internacionales y estados; de entidades regionales y locales; de medios de comunicación y centros de instrucción, amén de millones de súbditos embaucados no sólo por las artimañas de los delincuentes de traje y corbata, sino por sus propios ensueños de posesión sin freno.

Desazonado en la sala a oscuras, el espectador reconoce ciertos signos de la histórica mutación que, a guisa de opaca salmodia, la opinión publicada suele llamar crisis. Como si se tratase de un brete del que Europa y Occidente saldrán renovados e intactos, tarde o temprano; y como si su índole fuese económica en sustancia, y por tanto curable gracias a los abracadabras y misterios que los oficiantes de la pertinente disciplina custodian. Y se rebulle en la butaca según comprende que esta no es una coyuntura fugaz, sino una metamorfosis que parirá un mundo muy diferente al que vive.

Además de los que expone el documental, los síntomas son palpables. El efímero Estado de bienestar está quebrando a ojos vista, desmantelado por los mismos poderes fácticos a los que ha regalado trozos ingentes del público erario. La constelación neocon, inductora principal de la debacle, pervierte el legado del liberalismo y corroe con su cínico vitriolo el ideal de la democracia y su praxis. Las laboriosas conquistas del movimiento obrero y la sociedad civil son inmoladas en el ara del dios Progreso y sus santos Mercados: inequívocos perpetradores del latrocinio erigidos en sus acreedores implacables. La genuflexa socialdemocracia se debate por respirar al tiempo que, huérfana de idearios y utopías, ejecuta las órdenes de los que mandan a costa de los ciudadanos. El proyecto de Unión Europea – un crucero botado tras 1945 con sangre, lágrimas y sudor-hace aguas mientras los nacionalismos grandes y chicos campan por sus fueros, la periferia del continente se arruina y el imperio global lo deserta en favor del capitalismo autoritario de Extremo Oriente y los Brics, cuya amenaza pende incluso sobre EE.UU. Las tradicionales estructuras de acogida que antaño encauzaban la socialización – educación y ciudad, familia y afectividad, religión y culto- llevan décadas deteriorándose sin que ninguna otra instancia, a excepción del ciberentorno y los medios clásicos, se encarguen de recoger su testigo. Y, entre tanto, sujetos y colectivos asisten a la colosal muda entre perplejos y amedrentados, más inermes aún cuanto más se confían a la espectacular pasividad que fomentan los ídolos del tiempo, sean balompédicos, consumistas o identitarios.

Son sólo algunos relevantes rasgos de la alteración en curso, elegidos adrede entre otros con los que integran un encaje alarmante: el “mundo dado por garantizado” está viniéndose abajo a ritmo vivo, y con él el haz de hábitos, implícitos y referencias que hacen viable la relativamente armónica convivencia. Lo que hoy se halla en trance de extinción es la variopinta herencia que las generaciones se transmiten, ese acervo de creencias e ideas, instituciones y procederes que permiten construir – crítica y heterodoxia incluidas-una sociedad no sólo hospitalaria para sus miembros, sino para los que habrán de serlo mañana.

La humana existencia es y será siempre problemática e imprevisible, de ahí que la pérdida de derechos y garantías que por doquier se percibe conlleve la de una frágil y preciosa salvaguarda. Sin ella tiende a envilecerse el vivir, recíproca depredación que el romántico Géricault pintó con negra maestría en el cuadro La balsa de la Medusa.Como en esa chalupa de pesadilla, el naufragio en ciernes amaga cobrarse innúmeras víctimas y condenar a los resistentes a disputar y bregar sobre exiguas balsas, no sólo arrostrando la procelosa deriva en mar abierto, sino el extravío de los vínculos éticos, políticos y educativos que deberían orientar el bogar de todos. ¿Estará en nuestra mano, empero, rehacer la responsabilidad, confianza y lealtad que fundan toda convivencia cuando la galerna remita? ¿Legaremos un habitable porvenir a nuestros herederos, o apenas el aquelarre de lobos que Hobbes temió en su dictum famoso?

Un mundo que se soñaba próspero y a salvo se descubre de buenas a primeras a la intemperie, cada vez más ayuno de razonables garantías y derechos, y expuesto al acoso de hienas y demagogos, especuladores y chacales. Y se sorprende, ante todo, huérfano de las cartografías que la educación procuraba cuando no era aún adoctrinamiento crudo, y estafado por un complejo de dominio que está trocando la democracia en parodia, la naturaleza en vertedero, la ciudadanía en público y, en suma, su expoliadora voracidad en religión profana. En el instante de rematar estas líneas, la muerte de Bin Laden trasciende a los noticiarios, liquidado sin juicio ni garantías en un sombrío augurio de tiempos peores.

ALBERT CHILLÓN ,profesor titular de la Universitat Autònoma de Barcelona y escritor LLUÍS DUCH, antropólogo y monje de Montserrat.

Fuente: LA VANGUARDIA, 12 de mayo de 2011

martes, 5 de abril de 2011

Islandia enjaula a sus banqueros


Los islandeses piden responsabilidades por la crisis económica

Los islandeses piden responsabilidades por la crisis económica


Ciudadanos islandeses se manifiestan  por la crisis

    Ciudadanos islandeses se manifiestan por la crisis


    La primera víctima de la crisis financiera hace un valiente intento de pedir responsabilidades

    CLAUDI PÉREZ
    EL PAÍS 03/04/2011
    Se busca. Hombre, 48 años, 1,80 metros, 114 kilos. Calvo, ojos azules. La Interpol acompaña esa descripción de una foto en la que aparece un tipo bien afeitado embutido en uno de esos trajes oscuros de 2.000 euros y tocado con un impecable nudo de corbata. Se ve a la legua que se trata de un banquero: este no es uno de esos carteles del salvaje Oeste. La delincuencia ha cambiado mucho con la globalización financiera. Y sin embargo, esta historia tiene ribetes de western de Sam Peckinpah ambientado en el Ártico. Esto es Islandia, el lugar donde los bancos quiebran y sus directivos pueden ir a la cárcel sin que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas; la isla donde apenas medio millar de personas armadas con peligrosas cacerolas pueden derrocar un Gobierno. Esto es Islandia, el pedazo de hielo y roca volcánica que un día fue el país más feliz del mundo (así, como suena) y donde ahora los taxistas lanzan las mismas miradas furibundas que en todas partes cuando se les pregunta si están más cabreados con los banqueros o con los políticos. En fin, Esto es Islandia: paraíso sobrenatural, reza el cartel que se divisa desde el avión, antes incluso de desembarcar.
    El presidente de uno de los grandes bancos ha sido detenido en Londres
    El país fue saqueado por no más de 30 banqueros, políticos y empresarios
    La codicia, la barra libre de crédito y los excesos hundieron el país
    El tipo de la foto se llama Sigurdur Einarsson. Era el presidente ejecutivo de uno de los grandes bancos de Islandia y el más temerario de todos ellos, Kaupthing (literalmente, "la plaza del mercado"; los islandeses tienen un extraño sentido del humor, además de una lengua milenaria e impenetrable). Einarsson ya no está en la lista de la Interpol. Fue detenido hace unos días en su mansión de Londres. Y es uno de los protagonistas del libro más leído de Islandia: nueve volúmenes y 2.400 páginas para una especie de saga delirante sobre los desmanes que puede llegar a perpetrar la industria financiera cuando está totalmente fuera de control.
    Nueve volúmenes: prácticamente unos episodios nacionales en los que se demuestra que nada de eso fue un accidente. Islandia fue saqueada por no más de 20 o 30 personas. Una docena de banqueros, unos pocos empresarios y un puñado de políticos formaron un grupo salvaje que llevó al país entero a la ruina: 10 de los 63 parlamentarios islandeses, incluidos los dos líderes del partido que ha gobernado casi ininterrumpidamente desde 1944, tenían concedidos préstamos personales por un valor de casi 10 millones de euros por cabeza. Está por demostrar que eso sea delito (aunque parece que parte de ese dinero servía para comprar acciones de los propios bancos: para hinchar las cotizaciones), pero al menos es un escándalo mayúsculo.


    Islandia es una excepción, una singularidad; una rareza. Y no solo por dejar quebrar sus bancos y perseguir a sus banqueros. La isla es un paisaje lunar con apenas 320.000 habitantes a medio camino entre Europa, EE UU y el círculo polar, con un clima y una geografía extremos, con una de las tradiciones democráticas más antiguas de Europa y, fin de los tópicos, con una gente de indomable carácter y una forma de ser y hacer de lo más peculiar. Un lugar donde uno de esos taxistas furibundos, tras dejar atrás la capital, Reikiavik, se adentra en una lengua de tierra rodeada de agua y deja al periodista al pie de la distinguida residencia presidencial, con el mismísimo presidente esperando en el quicio de la puerta: cualquiera puede acercarse sin problemas, no hay medidas de seguridad ni un solo policía. Solo el detalle exótico de una enorme piel de oso polar en lo alto de una escalera saca del pasmo a quien en su primera entrevista con un presidente de un país se topa con un mandatario, Ólagur Grímsson, que considera "una locura" que sus conciudadanos "tengan que pagar la factura de su banca sin que se les consulte".


    Y del presidente al ciudadano de a pie: de la anécdota a la categoría. Arnar Arinbjarnarsson es capaz de resumir el apocalipsis de Islandia con estupefaciente impavidez, frente a un humeante capuchino en el céntrico Café París, a dos pasos del Althing, el Parlamento. Arnar tiene 33 años y estudió ingeniería en la universidad, pero, al acabar, ni siquiera se le pasó por la cabeza diseñar puentes: uno de los bancos le contrató, pese a carecer de formación financiera. "La banca estaba experimentando un crecimiento explosivo, y para un ingeniero es relativamente sencillo aprender matemática financiera, sobre todo si el sueldo es estratosférico", alega.


    Islandia venía de ser el país más pobre de Europa a principios del siglo XX. En los años ochenta, el Gobierno privatizó la pesca: la dividió en cuotas e hizo millonarios a unos cuantos pescadores. A partir de ahí, bajo el influjo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, el país se convirtió en la quintaesencia del modelo liberal, con una política económica de bajos impuestos, privatizaciones, desregulaciones y demás: la sombra de Milton Friedman, que viajó durante esa época a Reikiavik, es alargada. Aquello funcionó. La renta per cápita se situó entre las más altas del mundo, el paro se estabilizó en el 1% y el país invirtió en energía verde, plantas de aluminio y tecnología. El culmen llegó con el nuevo siglo: el Estado privatizó la banca y los banqueros iniciaron una carrera desaforada por la expansión dentro y fuera del país, ayudados por las manos libres que les dejaba la falta de regulación y por unos tipos de interés en torno al 15% que atraían los ahorros de los dentistas austriacos, los jubilados alemanes y los comerciantes holandeses. Una economía sana, asentada sobre sólidas bases, se convirtió en una mesa de black jack. Ni siquiera faltó una campaña nacionalista a favor de la supremacía racial de la casta empresarial, lo que tal vez demuestra lo peligroso que es meter en la cabeza de la gente ese tipo de memeces, ya sea "las casas nunca bajan de precio" o "los islandeses controlan mejor el riesgo por su pasado vikingo".


    La fiesta se desbocó: los activos de los bancos llegaron a multiplicar por 12 el PIB. Solo Irlanda, otro ejemplo de modelo liberal, se acerca a esas cifras. Hasta que de la noche a la mañana -con el colapso de Lehman Brothers y el petardazo financiero mundial- todo se desmoronó, en lo que ha sido "el shock más brutal y fulminante de la crisis internacional", asegura Jon Danielsson, de la London School of Economics.
    Pero volvamos a Arnar y su relato: "La banca empezó a derrochar dinero en juergas con champán y estrellas del rock; se compró o ayudó a comprar medio Oxford Street, varios clubes de fútbol de la liga inglesa, bancos en Dinamarca, empresas en toda Escandinavia: todo lo que estuviera en venta, y todo a crédito". Los ejecutivos se concedían créditos millonarios a sí mismos, a sus familiares, a sus amigos y a los políticos cercanos, a menudo, sin garantías. La Bolsa multiplicó su valor por nueve entre 2003 y 2007. Los precios de los pisos se triplicaron. "Los bancos levantaron un obsceno castillo de naipes que se lo llevó todo por delante", cuenta Arnar, que conserva su empleo, pero con la mitad de sueldo. Acaba de comprarse un barco a medias con su padre con la intención de cambiar de vida: quiere dedicarse a la pesca.
    La fábula de una isla de pescadores que se convirtió en un país de banqueros tiene moraleja: "Tal vez sea hora de volver al comienzo", reflexiona el ingeniero. "Tal vez todo ese dinero y ese talento que absorbe la banca cuando crece demasiado no solo se convierte en un foco de inestabilidad, sino que detrae recursos de otros sectores y puede llegar a ser nocivo, al impedir que una economía desarrolle todo su potencial", dice el presidente Grímsson.


    La magnitud de la catástrofe fue espectacular. La inflación se desbocó, la corona se desplomó, el paro creció a toda velocidad, el PIB ha caído el 15%, los bancos perdieron unos 100.000 millones de dólares (pasará mucho tiempo antes de que haya cifras definitivas) y los islandeses siguieron siendo ricos, más o menos: la mita de ricos que antes. ¿De quién fue la culpa? De los bancos y los banqueros, por supuesto. De sus excesos, de aquella barra libre de crédito, de su desmesurada codicia. Los bancos son el monstruo, la culpa es de ellos y, en todo caso, de los políticos, que les permitieron todo eso. OK. No hay duda. ¿Solamente de los bancos?


    "El país entero se vio atrapado en una burbuja. La banca experimentó un desarrollo repentino, algo que ahora vemos como algo estúpido e irresponsable. Pero la gente hizo algo parecido. Las reglas normales de las finanzas quedaron suspendidas y entramos en la era del todo vale: dos casas, tres casas por familia, un Range Rover, una moto de nieve. Los salarios subían, la riqueza parecía salir de la nada, las tarjetas de crédito echaban humo", explica Ásgeir Jonsson, ex economista jefe de Kaupthing. El también economista Magnus Skulasson asume que esa locura colectiva llevó a un país entero a parecer dominado por los valores de Wall Street, de la banca de inversión más especulativa. "Los islandeses hemos contribuido decisivamente a que pasara lo que pasó, por permitir que el Gobierno y la banca hicieran lo que hicieron, pero también participamos de esa combinación de codicia y estupidez. Los bancos merecen sentarse en el banquillo y nosotros nos merecemos una parte del castigo: pero solo una parte", afirma en el restaurante de un céntrico hotel.


    Una cosa salva a los islandeses, de alguna manera les redime de parte de esos pecados. En su incisivo ¡Indignaos!, Stephane Hessel describe cómo en Europa y EE UU los financieros, culpables indiscutibles de la crisis, han salvado el bache y prosiguen su vida como siempre: han vuelto los beneficios, los bonus, esas cosas. En cambio, sus víctimas no han recuperado el nivel de ingresos, ni mucho menos el empleo. "El poder del dinero nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos", acusa, y, sin embargo, "los banqueros apenas han soportado las consecuencias de sus desafueros", añade en el prólogo del libro el escritor José Luis Sampedro.


    Así es: salvo tal vez en el Ártico. Islandia ha hecho un valiente intento de pedir responsabilidades. "Dejar quebrar los bancos y decirles a los acreedores que no van a cobrar todo lo que se les debe ha ayudado a mitigar algunas de las consecuencias de las locuras de sus banqueros", asegura por teléfono desde Tejas el economista James K. Galbraith.


    Contada así, la versión islandesa de la crisis tiene un toque romántico. Pero la economía es siempre más prosaica de lo que parece. Hay quien relata una historia distinta: "Simplemente, no había dinero para rescatar a los bancos: de lo contrario, el Estado los habría salvado: ¡Llegamos a pedírselo a Rusia!", critica el politólogo Eirikur Bergmann. "Fue un accidente: no queríamos, pero tuvimos que dejarlos quebrar y ahora los políticos tratan de vender esa leyenda de que Islandia ha dado otra respuesta".


    Sea como sea, la crisis ha dejado una cicatriz enorme que sigue bien visible: hay controles de capitales, un delicioso eufemismo de lo que en el hemisferio Sur (y más concretamente en Argentina) suele llamarse corralito. El paro sigue por encima del 8%, tasas desconocidas por estos lares. El desplome de la corona ha empobrecido a todo el país, excepto a las empresas exportadoras. Cuatro de cada diez hogares se endeudaron en divisas o con créditos vinculados a la inflación (parece que, por lo general, para comprar segundas residencias y coches de lujo), lo que ha dejado un agujero considerable en el bolsillo de la gente. Tras dejar quebrar el sistema bancario, el Estado lo nacionalizó y acabó inyectando montones de dinero -el equivalente a una cuarta parte del PIB- para que la banca no dejara de funcionar, y ahora empieza a reprivatizarlo: la vida, de algún modo, sigue igual.


    Todo eso ha elevado la deuda pública por encima del 100% del PIB, y para controlar el déficit tampoco los islandeses se han librado de la oleada de austeridad que recorre Europa desde el Estrecho de Gibraltar hasta la costa de Groenlandia: más impuestos y menos gasto público. Al cabo, Islandia tuvo que pedir un rescate al FMI, y el Fondo ha aplicado las recetas habituales: se han elevado el IRPF y el IVA islandeses y se han creado nuevos impuestos, y por el lado del gasto se han bajado salarios y beneficios sociales y se están cerrando escuelas; se ha reducido el Estado del bienestar. Que es lo que suele suceder cuando de repente un país es menos rico de lo que creía.


    "Hemos recorrido una década hacia atrás", cierra Bergman. Y aun así, el Gobierno y el FMI aseguran que Islandia crecerá este año un 3%: el desplome de la corona ha permitido un despegue de las exportaciones, hay sectores punteros -como el aluminio- que están teniendo una crisis muy provechosa, y, al fin y al cabo, Islandia es un país joven con un nivel educativo sobresaliente. Entre la docena de fuentes consultadas para este reportaje, sin embargo, no abunda el optimismo. Uno de los economistas más brillantes de Islandia, Gylfi Zoega, dibuja un panorama preocupante: "Los bancos aún no son operativos, los balances de las empresas están dañados, el acceso al mercado de capitales está cerrado, el Gobierno muestra una debilidad alarmante. No hay consenso sobre qué lugar deben ocupar Islandia y su economía en el mundo. Vamos a la deriva... No se engañe: ni siquiera el colapso de los bancos fue una elección; no había alternativa. Islandia no puede ser un modelo de nada".


    Hay quien duda incluso de que los banqueros den finalmente con sus huesos en la cárcel: "Los ejecutivos han sido detenidos varias veces, y después, puestos en libertad: como tantas otras veces, eso es más un jugueteo con la opinión pública que otra cosa", asegura Jon Danielsson. Hannes Guissurasson, asesor del anterior Gobierno y conocido por su férrea defensa de postulados neoliberales, incluso traza una fina línea entre el delito y algunas de las prácticas bancarias de los últimos años. "Muy pocos banqueros van a ir a la prisión, si es que va alguno: ¿qué ley vulnera la excesiva toma de riesgos?", se pregunta.


    Pero los mitos son los mitos (y un periodista debe defender su reportaje hasta el último párrafo) e Islandia deja varias lecciones fundamentales. Una: no está claro si dejar caer un banco es un acto reaccionario o libertario, pero el coste, al menos para Islandia, es sorprendentemente bajo; el PIB de Irlanda (cuyo Gobierno garantizó toda la deuda bancaria) ha caído lo mismo y sus perspectivas de recuperación son peores. Dos: tener moneda propia no es un mal negocio. En caso de apuro se devalúa y santas Pascuas; eso permite salir de la crisis con exportaciones, algo que ni Grecia ni Irlanda (ni España) pueden hacer.
    La última y definitiva enseñanza viene de la mano del grupo salvaje, a quien nadie vio venir: ni las agencias de calificación ni los auditores anticiparon los problemas (aunque lo que no descubre una buena auditoría lo destapa una buena crisis: Pricewaterhousecoopers está acusada de negligencia). Pero los problemas estaban ahí: la prueba es que la inmensa mayoría de los ejecutivos de banca están de patitas en la calle y algunos esperan juicio. Nuestro Sigurdur Einarsson, el banquero más buscado, se compró una mansión en Chelsea, uno de los barrios más exclusivos de Londres, por 12 millones de euros. La mayoría de los banqueros que tienen problemas con la justicia hicieron lo mismo durante los años del boom, y menos mal que lo hicieron: la gente les abucheaba en el teatro, les tiraba bolas de nieve en plena calle, les lanzaba piropos en los restaurantes o les dejaba ocurrentes pintadas en sus domicilios. Salieron pitando de Islandia. El caso es que Einarsson no tuvo que marcharse: vivía en su estupenda mansión londinense desde 2005. La hipoteca no era problema: Einarsson decidió alquilársela al banco mientras vivía en la casa; al fin y al cabo, un presidente es un presidente, y ese es el tipo de demostraciones de talento financiero que solo traen sorpresas en el improbable caso de que la justicia se meta por medio. Islandia parece el lugar adecuado para que sucedan cosas improbables: según las estadísticas, más de la mitad de los islandeses cree en los elfos. En el avión de vuelta se entiende mejor la publicidad del aeropuerto, sobre todo porque las fuentes consultadas descartan que, si finalmente hay condena a los banqueros, el Gobierno islandés vaya a conceder un solo indulto. Esto es Islandia: paraíso sobrenatural. ¡Vaya si lo es! -

    El 'caso Icesave' (y otras rarezas)

    El tiburón putrefacto es uno de los platos típicos de Islandia, que tiene una noche inacabable (no solo por las horas de oscuridad), una de las pocas primeras ministras del mundo (Johana Sigurdardottir, abiertamente lesbiana) y un museo de penes (y esto no es una errata). La lista de rarezas es inacabable: es más fácil entrevistar al presidente de Islandia que al alcalde de Reikiavik, Jon Gnarr, célebre por pactar solo con quienes hayan visto las cuatro temporadas de The Wire. Con la crisis, las singularidades han alcanzado incluso al siempre aburrido sector financiero: en Londres han llegado a aplicarle métodos antiterroristas.
    Landsbanki, uno de los tres grandes bancos islandeses, abrió una filial por Internet con una cuenta de ahorro a altos tipos de interés, Icesave, que hizo furor entre británicos y holandeses. Cuando las cosas empezaron a torcerse y el Gobierno británico detectó que el banco estaba repatriando capitales, le aplicó la ley antiterrorista para congelar sus fondos. Ese fue el detonante de toda la crisis: provocó la quiebra en cadena de toda la banca. Y sigue dando tremendos dolores de cabeza a Islandia.


    Holanda y Reino Unido devolvieron a sus ciudadanos el 100% de los depósitos y ahora exigen ese dinero: 4.000 millones de euros, un tercio del PIB islandés, nada menos. El Gobierno llegó a un acuerdo para que los ciudadanos pagaran en 15 años y al 5,5% de interés: la gente se organizó para echarlo abajo en un referéndum, tras el veto del presidente. Así llegó un segundo pacto, más ventajoso (tipos del 3%, a pagar en 37 años), y de nuevo la gente decidirá en abril en referéndum si paga o no por los desmanes de sus bancos. Agni Asgeirsson, ex ejecutivo que fue despedido de Kaupthing y ahora trabaja como ingeniero en Río Tinto, es tajante al respecto: "El primer acuerdo era claramente un fraude. Este es más discutible. No queremos pagar, pero eso añadiría incertidumbre legal sobre el futuro del país. Pero lo interesante es cómo ha reaccionado la gente". Ese es quizá el mayor atractivo de la respuesta islandesa: la parlamentaria y ex magistrada francesa Eva Joly (a quien se encargó el inicio de la investigación sobre la banca) asegura que lo más llamativo de Islandia es que en un país "que se consideraba a sí mismo un milagro neoliberal, y donde se había perdido gradualmente todo interés por la política, ahora la gente quiere tener su destino en sus propias manos".


    "Eso sí: la fe en los políticos y los banqueros tardará en volver, pero que mucho, mucho, tiempo", cierra el cónsul de España, Fridrik S. Kristjánsson. -

    sábado, 19 de marzo de 2011

    Alimentarse bien

    Jorge Pérez Calvo, el ying i el yang dels aliments

    Parlarem de nutrició i de quins aliments ens ajuden a mantenir una bona salut física i mental. El metge Jorge Pérez-Calvo és especialitzat en medicina naturista i biològica, i en dietoteràpia. Diu que la nostra alimentació és la base del nostre benestar, i que la frase "som el que mengem" és totalment certa.

    miércoles, 9 de marzo de 2011

    Lo universal hoy

    Por Michel Wieviorka, sociólogo, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: JoséMaría Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 08/03/11):

    Estamos acostumbrados a ver en el derecho y la razón valores universales que presumimos se aplican o se pueden aplicar a la humanidad entera. En esta perspectiva, el mismo derecho debe ser válido para todas las personas, y todas están dotadas de razón, de capacidad de reflexionar y de orientarse de acuerdo con su razón.

    Tales valores no resultan necesariamente visibles en la realidad histórica, no dependen de una constatación empírica, sino en mucha mayor medida de un acto de prescripción: fundamentan e instauran un deber ser. Formulados desde hace mucho tiempo, figuraron en el núcleo del proyecto ilustrado y se asocian tradicionalmente a dos marcos políticos principales. Por una parte, su puesta en práctica tiene lugar en el seno de unidades bien definidas que son los estados nación. Por otra parte, deberían poder ser de aplicación en todo el mundo; constituyen un mensaje procedente de sociedades que ya son universalistas – por tanto, democráticas y occidentales-,dirigido a otros países que aún no los respetan.

    Se ha podido trazar una similitud del universalismo, en primer lugar, con una ideología.
    Por ejemplo, Karl Marx, en su obra La ideología alemana,dice que es menester reemplazar el universalismo abstracto por un universalismo concreto y la noción abstracta de persona por la concreta de trabajador. Denuncia, asimismo, el universalismo abstracto del dinero, que teóricamente genera igualdad mediante el intercambio pero que, en realidad y según él, genera injusticias y desigualdades económicas. Marx no rompe con el universalismo, preconiza el paso de lo abstracto a lo real, de la pura especulación filosófica al análisis concreto de la realidad.

    También se ha acostumbrado a rechazar el universalismo para oponerle el relativismo, la idea de que los valores que guían las conductas humanas carecen de trascendencia y cambian en el tiempo y el espacio; cambian de una sociedad a otra, de un individuo a otro. Si los valores son construidos, si resultan de procesos históricos, no constituyen el triunfo de la razón.

    En épocas más recientes, determinados pensadores o responsables políticos – y también movimientos culturales o sociales-han denunciado el universalismo que, en el seno de estados nación occidentales, ha podido acompañar a veces las peores violencias, la barbarie… en nombre de valores; por ejemplo, en Estados Unidos, el exterminio de los indios o la esclavitud. Las voces críticas han arremetido contra el dominio de los blancos sobre los negros o de los hombres sobre las mujeres en nombre de una concepción pretendidamente universal. Determinadas proposiciones de filosofía política dirigidas contra todas estas injusticias han abogado por que se reconozcan los errores del pasado y las dificultades del presente en el caso de los grupos en cuestión; tales proposiciones han podido presentar visos de relativismo. De todos modos, algunos intelectuales, en lugar de oponer valores universales y particularismos, definidos como otros tantos relativismos, han tratado de conciliarlos.

    El debate ha tenido también un alcance internacional. En la época de la descolonización, ciertas voces denunciaron el etnocentrismo de valores pretendidamente universales, acusados de revestir formas de dominio colonial o incluso poscolonial y de encarnar la perspectiva de la población blanca o de potencias imperialistas que habían impuesto su fuerza y poder pretendiendo ocasionalmente aportar progreso económico, educación y sanidad a los dominados; en última instancia, acceso a los valores universales.

    Pero hemos entrado en la era de la globalización económica y cultural. Constatamos la multipolaridad del mundo, el auge de China, de India, de Brasil. La supremacía intelectual o ideológica de Occidente ha sido criticada severamente y, por lo demás, la crítica al universalismo se va desplazando.

    El marco del Estado nación y de las relaciones internacionales implica que los estados no se inmiscuyan en sus respectivos asuntos ni intervengan en ellos si no a través de las relaciones internacionales y diplomáticas o mediante acuerdos internacionales, convenciones, etcétera.

    Desde 1967, con ocasión del drama de Biafra, los French doctors cuestionaron este modelo diciendo que la razón de Estado y los acuerdos entre estados han de ser secundarios respecto de los derechos humanos. El universalismo, con las oenegés, empezó así a salir de los límites de los estados nación y, de la mano de los defensores de los derechos humanos, se ha convertido en una realidad global, mundial, sin fronteras.

    La impugnación o discusión del término que estoy comentando se ha referido efectivamente a la idea de que el universalismo es una invención occidental. El premio Nobel de Economía Amartya Sen ha mostrado que la idea democrática, que forma parte del universalismo occidental, no posee su única fuente en la Grecia antigua, transmitida a través de Roma a Europa y, posteriormente, a todo Occidente: existen desde hace muchísimo tiempo formas de vida democrática en India o en África,por ejemplo mediante la palabre (término derivado del español en el siglo XVII: reunión o asamblea con carácter de institución social). Sen muestra asimismo que es posible y deseable, a fin y efecto de impartir justicia, tomar en consideración la cultura en cuyo seno se imparte. Lo cual resulta compatible con las nuevas formas de justicia denominada reparadorao con las comisiones de verdad y reconciliación.

    La crítica ha aludido asimismo a la idea de que la modernización de las sociedades constituye una marcha hacia el triunfo de los valores universales que deben resultar en la convergencia de las sociedades en un modelo único; tesis, por cierto, emparentada a la del final de la historia propuesta por Francis Fukuyama cuando afirma que las sociedades no tienen más opción que el mercado y la democracia. De ahí el propósito, por el contrario, de levantar acta de los cambios actuales que dan la imagen de una gran diversidad para hablar, como el sociólogo israelí Shmuel Eisenstadt, fallecido en el 2010, de modernidades múltiples,un concepto que presenta la ventaja de posibilitar tener en cuenta la diversidad múltiples pero, también, la unidad: modernidad.

    ¿Hemos de aceptar tales críticas hasta el extremo de renunciar a la idea misma de valores universales? ¡No, desde luego! Se trata de afirmar, tanto a escala mundial, como de nuestros países, que en lugar de prescindir de valores universales en beneficio de un relativismo generalizado y de promover un universalismo occidental que corre el peligro de demostrarse cada vez más abstracto, es hora de intentar articular los valores universales y las culturas o las tradiciones particulares y de promover un universalismo lateral,abierto a las especificidades locales, nacionales o regionales.