"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

miércoles, 3 de marzo de 2010

El ciudadano se aleja de sus líderes


Caricatura de Barack Obama


 

La crisis abre un desafío colosal al ejercicio del poder, desata desconfianza en las élites y abre un nuevo flanco a los populistas - La excepcional tensión entre las necesidades de largo plazo y el castigo electoral a corto dificulta la acción de gobierno

ANDREA RIZZI EL PAÍS 27/02/2010

Abatido el muro de Berlín, el avance progresivo de la democracia liberal pareció en los años noventa una fuerza tan incuestionable como una ley física. El irresistible atractivo de la mezcla de libertad y bienestar propia de Occidente conquistó países como ningún ejército nunca pudo. Entre 1990 y 2006 el número de democracias pasó de 76 a 123. Nada parecía capaz de cuestionar los logros y los cimientos políticos liberales. Francis Fukuyama insinuó provocativamente en 1989 que el mundo se hallaba ante "el fin de la historia", como "punto final de la evolución ideológica humana y universalización de la democracia liberal como forma final de gobierno humano".

Desde 2006, el número de democracias ha bajado de 123 a 116
Los dirigentes parecen paralizados entre negociaciones y rabia popular
40 países sufrieron un deterioro de las libertades en 2009, dice Freedom House
"Mucha gente cree que el modelo chino tiene sus ventajas", comenta Krastev

Veinte años después, esa fuerza expansiva se halla en un grave estancamiento. Las democracias llevan tres años retrocediendo, y se han reducido a 116, según calcula la prestigiosa Freedom House, un centro de estudios independiente estadounidense fundado en 1941 que analiza la situación mundial de libertades y democracia. A los factores específicos, nacionales, de cada colapso, se suma ahora un preocupante temblor global: la crisis económica. Incubada y estallada en el seno del capitalismo, se abate ahora sobre el modelo político liberal con agresividad, alimentando frustración popular y evidenciando fragilidades de su sistema de gobierno. A la ineptitud para regular adecuadamente los mercados financieros, los gobiernos democráticos suman ahora tremendas dificultades para paliar el desastre y tomar medidas necesarias pero impopulares. ¿Está a punto de resucitar la historia?

Puede que no, pero el final se hizo repentinamente turbulento. Las consecuencias de la Gran Recesión no se limitan a decenas de millones de empleos perdidos. En las democracias más maduras, la crisis abre la enésima brecha de la historia a francotiradores populistas, mientras los dirigentes renquean semiparalizados por extenuantes negociaciones o por el cobarde temor a perder consenso. En las más pobres, directamente agrieta los frágiles pilares del sistema, ya acosado por otros factores locales. Y, fuera del perímetro democrático, amenaza con empañar la capacidad de atracción de ese modelo político, el motor que convenció a tantos pueblos a abrazar sus valores.

El desafío no es ideológico. Empaquetado el telón de acero, la liberal democracia no tiene alternativas realmente competidoras. El desafío es funcional. En los últimos meses se ha quedado en la retina de muchos el contraste de imagen entre los dirigentes chinos, que han esquivado ágil y exitosamente la embestida de la crisis, y sus colegas occidentales, que se hallan ahogados en una maraña de negociaciones, explicaciones y precauciones. Éstas son el fundamento de la grandeza de la democracia pero también, en ocasiones, un frustrante límite a la eficacia de su gobierno.

"La crisis, de momento, no ha producido una ola de cambios de régimen, pero ha puesto en el foco la cuestión de la gobernabilidad", considera Ivan Krastev, analista político y miembro fundador del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.

El modelo chino -con su falta de libertad- no se convierte por ello repentinamente en una alternativa irresistible, pero contribuye a evidenciar las arrugas del liberal. Las tremendas dificultades legislativas de Barack Obama -que ganó holgadamente la presidencia y cuenta con mayoría en ambas cámaras del Congreso estadounidense, pero se encuentra frenado por el exigente sistema de mayorías requeridas- son quizá el paradigma de ciertas potenciales degeneraciones de la fenomenología democrática. Lo que es prudencia a largo plazo puede ser un estorbo a corto.

Para más inri, los dirigentes democráticos deben enfrentarse ahora no sólo a problemas titánicos, sino hacerlo ante un horizonte de movimientos populistas que aparecen o repuntan y condicionan con fuerza la escena política. Como el Tea Party estadounidense -con su retórica anti-Estado y antiélites- o las formaciones con discursos xenófobos que agitan varios países europeos -Holanda, Italia, Grecia...-. El populismo es una vieja y conocida plaga de las democracias, y los colapsos económicos son su caldo de cultivo preferido. En otras décadas parieron monstruos.

"Yo creo que el mayor impacto de la crisis actual consiste en una profunda transformación interna a los regímenes democráticos", argumenta Krastev. "Somos testigos de un colapso de la confianza en las élites políticas y empresariales y de la emergencia de una nueva oleada populista global. Ahora, las tensiones estructurales en las democracias modernas no son tanto entre izquierda y derecha, sino entre pueblo y élite. Las elecciones están perdiendo su significado de opción entre alternativas y se transforman en procesos a las élites. Así, la democracia ya no es una cuestión de confianza, sino más bien de gestión de la desconfianza", concluye Krastev.

La escalada de la desconfianza complica ulteriormente la tarea de los líderes de tomar medidas necesarias pero impopulares. Éstas son siempre maniobras difíciles, pero más cuando la tropa no confía de antemano en los generales. Entre las reformas sociales que inflaman las opiniones públicas y las financieras que preocupan los mercados, muchos líderes occidentales dan más que nunca la sensación de no saber cómo moverse. En el primer mundo esto puede suponer una pérdida de competitividad, conflictos sociales, pero no una amenaza existencial. En otros lugares, el tema es más grave.

Si las democracias ricas titubean, las pobres tiemblan. "En el análisis del impacto de la crisis es fundamental dividir entre esos dos grupos. En el primero, por ejemplo, se extiende el caldo de cultivo para el populismo; pero en el segundo, directamente hay riesgos de colapso del sistema político", argumenta Ignacio Urquizu, profesor de Sociología de la Universidad Complutense, remitiendo a un interesante estudio de Adam Przeworski y Fernando Limongi, Modernization: theories and facts.

Przeworski y Limongi han observado 101 democracias entre el año 1950 y el 1990. Ninguna de las 32 con renta per cápita superior a los 6.055 dólares colapsó en todo el periodo estudiado; entre las restantes 69, cayeron 39. De ellas, 18 lo hicieron al año siguiente de un retroceso de la renta per cápita. "Las democracias, especialmente las pobres, son extremadamente vulnerables en los ciclos económicos negativos", concluyeron los dos profesores sobre la base de contundentes datos. El ensayo es de 1997.

El panorama sobre el que se abate ahora la tormenta económica no es tranquilizador. Freedom House considera en su informe sobre el año 2009, publicado en enero, que la "erosión de la libertad se está intensificando". Es el cuarto año consecutivo que esta organización registra un retroceso, porque el número de países que sufren un deterioro supera a los que mejoran. Desde 2005, las democracias electorales han pasado de 123 a 116; 40 países han experimentado retrocesos en el respeto de libertades y derechos fundamentales en 2009, frente a sólo 16 que lograron avances.

Naturalmente, cada país tiene circunstancias específicas que provocan el retroceso, pero en el conjunto los datos sugieren que una crisis excepcional se materializa en un momento ya de por sí negativo.
"En los ochenta, la ecuación parecía infalible: abraza la democracia liberal, y tendrás crecimiento económico", dice en conversación telefónica Arch Puddington, director de investigación de Freedom House. Eso atraía. "El riesgo ahora es que las democracias liberales resulten menos atractivas y que ciertos países puedan mirar con mayor interés a otros modelos. La situación actual puede aumentar la credibilidad del modelo chino ante la mirada de algunos observadores. Aun así, no creo que se pueda recrear una situación de bipolaridad como en la guerra fría. El modelo chino es difícil de copiar. Y, en fin, China no es y no parece el país más feliz del mundo", apunta Puddington.

"No es que haya un nuevo entusiasmo por el autoritarismo, pero después de la crisis mucha gente cree que el capitalismo autoritario tiene sus ventajas", considera Krastev. "Aun así, creo que incluso los admiradores del modelo chino tienen sus dudas en imitarlo", coincide.

En el pasado, algunos analistas han considerado provocativamente la diferencia en la tasa de crecimiento de China (10% anual de media en la última década) y de India (6%) como el precio de la democracia. Sea cierto o no, el avance económico supone un fuerte respaldo psicológico para el modelo chino y sus defensores, así cómo la recesión es un mazazo para las opiniones públicas de las democracias.

Según un estudio del Pew Center, en el baricentro mundial de las democracias liberales, Estados Unidos, los ciudadanos consideraron la actual década la peor desde los sesenta por abrumadora mayoría, opinaron que el liderazgo mundial de EE UU está en claro declive y, por primera vez, la mayoría consideró que China es la principal potencia económica mundial. Un dato sorprendente, ya que el PIB de EE UU es todavía el triple del chino.

No va mucho mejor entre los nuevos adeptos de la democracia. Entre 1991 y 2009, el porcentaje de ciudadanos que aprueban la adhesión al sistema capitalista ha retrocedido drásticamente en los nueve países de Europa del Este sometidos a una encuesta del Pew Center. Sorprendentemente, incluso el cambio a la democracia ha perdido adeptos en seis de nueve.

Las opiniones son volátiles, y un leve cambio de viento económico soplará sin duda hacia arriba ciertas encuestas. Pero hasta entonces, será necesario cuidar un sentimiento más profundo e importante para las sociedades: la pérdida de la sensación de progreso. La revista The Economist le dedicó en diciembre un interesante artículo de portada.

"La idea de progreso es la espina dorsal de una sociedad. En el extremo, sin la posibilidad de progreso, el avance de uno es la pérdida de otro", escribía el rotativo británico. El problema es acuciante en una etapa de alto paro y recorte de derechos sociales. La falta de progreso agudiza el instinto de mors tua, vita mea sobre el que juegan xenófobos y populistas. Quienes intentan dividir las sociedades entre "nosotros" y "ellos", sobre la base de la raza, o de la clase social.

"Esta crisis económica, como todas, dará un nuevo impulso al populismo", comenta en una conversación telefónica Michael Kazin, profesor de Historia de la Universidad de Georgetown. "Lo bueno, en esta ocasión, es que no hay alternativas tan preocupantes como las de los años treinta. Pero incluso si contenidos en el seno de los regímenes democráticos, los movimientos populistas pueden tener efectos sensibles. El Tea Party, en EE UU, creo que afectará sobre todo al Partido Republicano. Pero a través de esa influencia, polarizará la escena política nacional, y cobrará resultados, como ya está haciendo con la reforma de la sanidad", dice Kazin, autor de The populist persuasion: an American History.

En Italia, la Liga Norte cabalga el malestar de la crisis y fuerza al Gobierno del que es parte a tomar medidas durísimas en política de inmigración. En Holanda, la formación derechista y populista liderada por Geert Wilders gana enteros a gran ritmo. En Francia, Nicolas Sarkozy ha logrado marginar al Frente Nacional, pero impulsa periódicamente iniciativas que muchos analistas consideran populistas y estudiadas para desinflar la bolsa de votos de la derecha lepenista. La última, el debate sobre identidad nacional, sobre qué es ser francés en el siglo XXI.

Las distintas arquitecturas constitucionales responden de diferente manera a la presión. Ciertas leyes electorales favorecen el populismo, obligando a los principales partidos a cubrir las alas extremas; otras estimulan las carreras al centro. Ciertos reglamentos parlamentarios, como el estadounidense, fuerzan una laboriosa búsqueda de consensos; otros, menos. Ciertas constituciones dan más margen a los Gobiernos, otras, más poder de marcaje a los parlamentos.

La libertad es, en todas ellas, un activo inigualable. En perspectiva amplia, además, frenos y garantías favorecen la prudencia y ahorran errores. La cuestión es reflexionar sobre las respuestas de cada arquitectura constitucional al test de la crisis, y reflexionar, a la luz de los nuevos retos socioeconómicos, si el equilibrio es el más adecuado, estable y ágil para generar progreso y consenso. Y capacidad de seducción, que es lo que en el fondo mejor tumba a las dictaduras.

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