El déficit de natalidad en España: análisis y propuestas para la intervención pública
Fabrizio Bernardi
Texto completo en
http://www.falternativas.org/base/download/0e7e_29-07-05_13_2003.pdfEn España la tasa de fecundidad es actualmente de sólo 1,2 hijos por mujer, una de las más bajas del mundo. Sin embargo, las españolas desearían tener más hijos: 2,2 por mujer en promedio. Por lo tanto,
el déficit de natalidad, es decir, la diferencia entre el número real de hijos y el deseado, es aproximadamente de uno por mujer.
Los estudios ponen de manifiesto que este déficit de natalidad se concentra esencialmente en las parejas sin hijos o con un solo hijo.Por otra parte,
la proporción de parejas sin hijos amenaza con aumentar, acompañada de una
polarización socioeconómica entre parejas de alta renta sin niños o con un número reducido, y
familias numerosas con escasos recursos. La
dificultad en conciliar maternidad y trabajo, por parte de la mujer, aparece como responsable del
progresivo retraso en la concepción del primer hijo y, frecuentemente, también del segundo. Si el objetivo político es reducir este déficit de natalidad, entonces las medidas de apoyo financiero al tercero y siguientes hijos son un remedio erróneo. En esencia, mayores deducciones fiscales o subvenciones al tercer hijo no remedian el problema del déficit de natalidad, el deseo frustrado de tener más hijos, porque afecta esencialmente a las parejas sin hijos o con hijo único. Estas medidas no sólo son ineficientes, sino que además podrían ahondar las divisiones socio-económicas en lo referente a la fecundidad, lo que redundaría en mayor pobreza para las familias de escasa renta y gran número de hijos.
A la luz de la experiencia de otros países, la ampliación de la baja de maternidad/paternidad y la introducción de incentivos para que el padre ejerza este derecho probablemente también resulten ineficaces. La principal razón reside en la estructura del mercado de trabajo español y en la capacidad de los padres para optar por la baja. Las personas sin empleo, con un
empleo precario o los trabajadores autónomos carecen de margen de maniobra. Hasta cierto punto, se acentuaría la desigualdad entre los que pueden beneficiarse plenamente de las bajas de maternidad o paternidad y los “excluidos”.
Dos son los aspectos en que debería concentrarse la política contra el déficit de natalidad:
vivienda y cuidado de niños. Se tendría que hacer un gran esfuerzo para potenciar el mercado de
alquileres sociales y privados, así como para crear una
densa red pública de cuidado de niños. El fracaso simultáneo de un mercado inmobiliario con altos precios y oferta escasa, y de la tradicional solución “familiar” al cuidado de los niños, convierte los primeros años de la carrera profesional en una etapa vulnerable del curso vital, precisamente cuando las parejas tratan de consolidar su posición. En esta fase de la vida,
el Estado debería generar seguridad para las familias: si el Estado asumiera parte del coste de la vivienda y del cuidado de los niños,
las parejas podrían tener un hijo incluso antes de haberse asentado en el mercado laboral. Estas políticas contra el “déficit de natalidad” permitirían
una más pronta emancipación de los jóvenes, al tiempo que
eliminarían el dilema entre carrera profesional e hijos. Las jóvenes parejas podrían decidir el número de hijos que desean con menos restricciones y dispondrían de un periodo más largo para adoptar dicha decisión. La principal ventaja de las políticas de vivienda y cuidado de niños es que beneficiarían a todos los jóvenes ciudadanos, independientemente de sus preferencias en términos de natalidad. Además, los servicios de cuidado de niños crearían empleo, ingrediente fundamental para la futura viabilidad del Estado del Bienestar.
Aparte de las políticas de vivienda y cuidado de niños, las
medidas de flexibilización de los horarios de trabajo también aumentarían la
calidad de vida de los padres y
reducirían su estrés. Los incentivos al trabajo a tiempo parcial probablemente no supondrían una mejora, debido a la ya mencionada segmentación del mercado laboral en España y a la necesidad que tienen muchas parejas de maximizar su renta. Por el contrario, la introducción de flexibilidad en los horarios de inicio y final de jornada sí
aliviaría el conflicto entre vida familiar y trabajo. Asimismo, las medidas que permiten gestionar mejor el tiempo de cuidado de los niños y las tareas domésticas deberían ser beneficiosas. Una posibilidad consistiría en
crear centros para niños a los que puedan acudir al terminar las clases y en vacaciones, de forma ocasional y flexible.
En cualquier caso, una medida aislada, aun acometida con intensidad, probablemente no resultará efectiva para luchar contra el “déficit de natalidad”. Por ejemplo, hacer crecer la inversión en servicios públicos de cuidado de niños hasta alcanzar los niveles escandinavos casi no tendría efecto si los jóvenes son incapaces de formar sus propios hogares a edad temprana. Por consiguiente, las actuaciones en materia de vivienda, cuidado de niños y flexibilización de horarios deberían no sólo entrar a formar parte de los objetivos públicos, sino también abordarse de forma conjunta.
En España,
la tasa de fecundidad es actualmente de 1,2 hijos por mujer, una de las más bajas del mundo. También es bien conocido que las españolas desearían tener más hijos: una media de 2,2 (Delgado, Martín 1998). En suma, existe un déficit de natalidad, la diferencia entre el número real de hijos y el deseado, que es aproximadamente de uno por mujer. En los últimos años, el declive de la fecundidad y las barreras que impiden alcanzar el “número deseado de hijos” han suscitado mucho debate. Artículos publicados en periódicos y revistas han venido a mostrar la honda preocupación por la caída de la natalidad (Stark, Kohler 2001). Los partidos políticos también han señalado la escasa fecundidad como uno de los problemas más acuciantes que requieren medidas públicas. Por ejemplo, el Plan Integral de Apoyo a la Familia del PP, aprobado en 2001 por el Gobierno, realiza un análisis de la caída de la natalidad en España e incluye medidas que pretenden garantizar la continuidad demográfica y permitir a las familias alcanzar el número deseado de hijos.
¿Por qué la baja natalidad es un problema público?
Dejando de lado motivaciones de tipo religioso o nacionalista, el debate público y académico enumera cuatro razones para justificar las políticas de natalidad:
1) la viabilidad a largo plazo del estado del bienestar y del sistema de pensiones;
2) el mencionado déficit de natalidad que produce un déficit de bienestar en los individuos;
3) la búsqueda de equidad horizontal entre las familias con y sin hijos;
4) la búsqueda de la igualdad entre los niños.
La primera de estas motivaciones se refiere al
problema del envejecimiento de la población y al aumento de la ratio de dependencia (proporción entre los mayores de 65 años y los del tramo 15-64 años). Se ha sugerido que la escasa natalidad pone en peligro la viabilidad del Estado del Bienestar (Livi Bacci 1999; Esping-Andersen 1999). En esencia, en el futuro habrá menos personas trabajando que tendrán que financiar las generosas pensiones de grandes segmentos de población retirada. Por otra parte, con
una mayor proporción de ancianos, cuya esperanza de vida va en aumento, se prevé
una mayor incidencia de las enfermedades crónicas, lo que aumentará la presión sobre el sistema de salud pública. Además, también se ha expresado preocupación por la reducción en términos absolutos de la mano de obra cualificada que, a medio plazo, podría derivar en escasez de oferta en el mercado de trabajo (McDonald, Kippen 2000). Bajo este prisma, las políticas de natalidad quedan, por lo tanto, justificadas, porque un aumento de la natalidad permitiría a largo plazo reequilibrar en parte
la ratio de dependencia,
aliviar las finanzas de los sistemas de pensiones y de salud, y
garantizar la reposición de la mano de obra cualificada. En contra de estos argumentos, habría que destacar que existen otras soluciones para contrarrestar el envejecimiento de la población y la futura escasez de mano de obra: por un lado,
la inmigración y, por otro,
el aumento del nivel de participación en el mercado de trabajo a través de mayores tasas de ocupación de la mujer y/o
un retraso general de la edad de jubilación (McDonald 2002).
Las
motivaciones nacionalistas se refieren a la reproducción o fortalecimiento de un determinado tipo de población nacional o regional. Este objetivo subyace en la generosa política de natalidad del Gobierno de Québec en 1998 (Milligan 2002).
Las motivaciones religiosas inciden en el carácter sagrado de la reproducción que debería ser fomentada por el Estado. Una exposición más detallada de las justificaciones de las políticas de natalidad puede hallarse en Dalla Zuanna (1999).
Un aumento de la participación de la mujer y de los trabajadores mayores podría mantener el nivel de oferta laboral de mediados de los noventa hasta 2040, incluso si no mejorase la natalidad y la inmigración se mantuviese tan baja como en 1995 (McDonald, Kippen 2000). A este respecto hay que destacar que
el flujo de inmigración ha aumento fuertemente en los últimos años, pasando de un nivel de 30.000 inmigrantes a mediados de los noventa a casi 400.000 en 2001 (INE 2002)4. Además, una mayor participación de la mano de obra femenina y un retraso en la edad de jubilación son también previsibles, teniendo en cuenta el mayor nivel de cualificación de los que se han incorporado al mercado de trabajo en los últimos años (Garrido 2003). En suma, las tendencias actuales en el mercado de trabajo español sugieren que, a medio plazo,
una mayor participación en el mercado de trabajo y la inmigración deberían compensar el envejecimiento de la población provocado por la baja natalidad y, de este modo, garantizar la viabilidad del sistema de pensiones y el estado del bienestar.
El segundo tipo de motivación se refiere al deseo frustrado de tener hijos. Tal y como se mencionó en la introducción, los españolas desean en promedio un hijo más del que realmente tienen. Por ello se ha sugerido que el Estado debería intervenir para eliminar las barreras que impiden que los españoles alcancen el número deseado de hijos. Esta argumentación aparece en el Plan Integral de Apoyo a la Familia del PP y, de forma más explícita, en el programa de Políticas para el Bienestar de las Familias del PSOE.
En contra de este razonamiento algunos autores han resaltado que los ciudadanos tienen muchos deseos frustrados (Dalla Zuanna 1999). Muchos quisieran tener un coche mejor, una casa más grande, vacaciones más largas, menos horas de trabajo...
¿Por qué debería el Estado subvencionar a los que optan por tener niños y no a los demás? Este debate termina derivando hacia la cuestión no resuelta de si los niños son “bienes esenciales”, a los que todos los ciudadanos tienen derecho, o si se trata de “bienes de consumo”, que dependen de las preferencias individuales. El argumento del déficit de natalidad asume que los niños son “bienes esenciales” y que existe un
“derecho a la reproducción” de los individuos que el Estado tiene que garantizar. Sin embargo, obviando justificaciones religiosas, resulta difícil defender semejante “derecho a la reproducción”. No obstante, existe un versión menos radical del déficit de natalidad que no se centra en los derechos del ciudadano sino en su bienestar (Esping-Andersen 2002). En este sentido se podría argumentar que
tener hijos contribuye a mejorar el bienestar individual. Por lo tanto, permitir a los que quieren tener hijos cumplir sus deseos sería una forma de aumentar el bienestar general de los ciudadanos. Se podría añadir que, a diferencia de “otros bienes”,
la preferencia por los niños parece estar bastante extendida entre la población. De hecho, sólo una pequeña minoría de españoles no desea tener ningún hijo. Si se pudiese cubrir el déficit de natalidad sin penalizar a la pequeña minoría que no desea tener hijos, se podría argumentar que la sociedad en su conjunto alcanzaría un mayor nivel de Bienestar en términos paretianos.
El tercer tipo de motivación se debe a que
los padres con hijos incurren en costes, directos (gastos de cuidado y educación)
e indirectos (menos tiempo para dedicarse al trabajo remunerado y a invertir en capital humano)
que no padecen los padres con menos hijos o sin descendencia. El Estado debería, por tanto, contribuir a esos costes para reducir la desigualdad entre familias debida a la presencia de hijos. Además, también se ha argumentado que los niños de hoy serán los generadores de la riqueza del mañana y que financiarán el futuro Estado del Bienestar (Maley 2002).
Este punto de vista se centra en la idea de que los niños son “bienes públicos”(Folbre 1994). Los padres que invierten dinero y tiempo en sus hijos contribuyen a la reproducción de la sociedad y, de forma más prosaica, a la viabilidad del Estado del Bienestar. En este sentido
los adultos sin hijos pueden ser considerados como “jugadores de ventaja” dentro del pacto generacional que sostiene el sistema de pensiones.
El Estado debería reconocer la contribución de los padres a la sociedad en su conjunto y, por ello, compensar los costes asociados a la paternidad/maternidad (Saraceno 1999).
El clásico argumento en contra cuestiona la naturaleza de los niños como “bienes públicos”. Se sugiere en este sentido que los padres se benefician de sus hijos en muchas formas y que los padres potenciales pueden decidir libremente si tener o no tener hijos. Dicha decisión es estrictamente un asunto de preferencias individuales respecto a costes, beneficios y alternativas a la paternidad/maternidad. Si los individuos tienen hijos es porque los beneficios que perciben son superiores o compensan los costes directos e indirectos de la paternidad. La acusación de “jugadores de ventaja” se puede rechazar si se acepta que los individuos sin hijos también financian el sistema educativo y de salud para los niños, a través de sus impuestos y, por ende, contribuyen, aunque de forma parcial, al desarrollo del capital humano de la infancia. Si se aceptan estas críticas a la consideración de los niños como “bienes públicos”, se vuelve a la cuestión de por qué el Estado debería financiar preferencias individuales. Entonces, sólo quedaría la posibilidad de reformular la cuestión en términos de bienestar general del ciudadano en lugar de preferencias individuales y ello nos haría volver a la definición menos radical del déficit de natalidad y su justificación ya mencionadas anteriormente.
Finalmente, la última motivación tiene relación con
el bienestar del niño. Se argumenta que, aunque los padres deciden libremente tener hijos y, por ello, sería discutible que el Estado interviniese en las preferencias individuales, los niños no son responsables de las decisiones de sus padres (Dalla Zuanna 1999). Si se mantienen constantes los ingresos y la estructura del gasto de una familia, un niño con n+1 hermanos/as dispone de menos recursos materiales que otro niño con n hermanos/as. Estudios recientes han mostrado que las oportunidades vitales dependen en gran medida de la educación a edad temprana, que a su vez es función del capital económico, cultural y social de la familia de origen. Además, también se ha sugerido que los niños provenientes de familias numerosas están en desventaja respecto a los de familias más reducidas, porque sus padres tienen menos recursos y tiempo para dedicarles. En definitiva, un estado de bienestar comprometido con la igualdad de oportunidades educativas y, de forma más general, con la igualdad social, debería transferir recursos hacia los niños de las familias numerosas. Queda claro que las medidas para promover el bienestar de los niños no son directamente natalistas. De hecho, dichas medidas están dirigidas a los niños que ya han nacido, aunque se ha argumentado que
la creación de un entorno más favorable para la infancia probablemente anime los padres a tener más hijos (Dalla Zuanna 1999). No obstante, hay que señalar que si el objetivo político es promover la igualdad de oportunidades entre los niños, entonces el nivel actual de baja natalidad es preferible a un aumento de la fecundidad. En esencia, la intervención pública tenderá a ser más efectiva si los recursos disponibles se distribuyen entre menos niños.