"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Wegener y sus sinsabores

LECTURA

"La tierra se mueve" en Una breve historia de casi todo de Bill Bryson, RBA, 2007.

Albert Einstein, en una de sus últimas intervenciones profesiona­les antes de morir en 19 5 5, escribió un prólogo breve pero elogio­so al libro del geólogo Charles Hapgood, titulado La cambiante corteza de la Tierra: una clave para algunos problemas básicos de la ciencia de la Tierra. El libro era un ataque firme a la idea de que los continentes estaban en movimiento...

El señor Hapgood desechaba esas ideas tranquilamente, indi­cando que geólogos como K. E. Caster y J. C. Mendes habían hecho abundante trabajo de campo en ambas costas del Atlánti­co y habían demostrado, indiscutiblemente, que no existían tales similitudes. Sabe Dios qué rocas examinarían los señores Caster y Mendes, porque, en realidad, muchas de las formaciones roco­sas de ambos litorales del Atlántico son las mismas... No son sólo muy parecidas, sino que son idénticas... La teoría a que aludía Hapgood había sido postulada por primera vez en 1908 por un geólogo aficionado estadounidense, llamado Frank Bursley Taylor. Taylor procedía de una familia acaudalada, dis­ponía de medios y estaba libre de limitaciones académicas, por lo que podía emprender vías de investigación heterodoxas. Era uno de los sorprendidos por la similitud de forma entre los litorales opuestos de África y de Suramérica y dedujo, a partir de esa ob­servación, que los continentes habían estado en movimiento en otros tiempos. Propuso —resultó una idea clarividente— que el choque de los continentes podría haber hecho surgir las cadenas montañosas del planeta. No consiguió aportar pruebas, sin em­bargo, y la teoría se consideró demasiado estrambótica para me­recer una atención seria.

Pero un teórico alemán, Alfred Wegener, tomó la idea de Taylor y prácticamente se la apropió. Wegener era un meteorólogo de la Universidad de Marburg. Investigó numerosas muestras de plan­tas y animales fósiles, que no encajaban en el modelo oficial de la historia de la Tierra, y comprendió que tenía muy poco sentido si se interpretaba de forma convencional. Los fósiles de animales apa­recían insistentemente en orillas opuestas de océanos que eran de­masiado grandes para cruzarlos a nado. ¿Cómo habían viajado, se preguntó, los marsupiales desde Suramérica hasta Australia? ¿Cómo aparecían caracoles idénticos en Escandinavia y en Nueva Inglaterra? Y, puestos a preguntar, ¿cómo se explicaban las vetas carboníferas y demás restos semitropicales en lugares tan gélidos como Spitsbergen, más de 600 kilómetros al norte de Noruega, si no habían emigrado allí de algún modo desde climas más cálidos?

Wegener elaboró la teoría de que los continentes del mundo habían sido en tiempos una sola masa terrestre que denominó Pangea, donde flora y fauna habían podido mezclarse, antes de dispersarse y acabar llegando a sus emplazamientos actuales. Expuso la teoría en un libro titulado Die Entstehung der Kontinente und Ozeane, o The Origin ofContinents and Oceans [El origen de los continentes y los océanos], publicado en alemán en 19ix y en inglés (pese a haber estallado entre tanto la Primera Guerra Mundial) tres años más tarde.

La teoría de Wegener no despertó al principio mucha aten­ción debido a la guerra. Pero, en 1920, publicó una edición revi­sada y ampliada que se convirtió enseguida en tema de debate. Todo el mundo aceptaba que los continentes se movían... pero hacia arriba y hacia abajo, no hacia los lados. El proceso del mo­vimiento vertical, conocido como isostasia, fue artículo de fe en geología durante generaciones, aunque nadie disponía de teorías sólidas que explicasen cómo y por qué se producía. Una idea que persistió en los libros de texto hasta bien entrada mi época de estudiante era la de la «manzana asada», propuesta por el austríaco Eduard Suess poco antes de fin de siglo. Suess afirmaba que, cuan­do la Tierra fundida se había enfriado, se había quedado arruga­da igual que una manzana asada, formándose así las cuencas oceánicas y las cadenas de montañas. No importaba que James Hutton hubiese demostrado hacía mucho tiempo que cualquier disposición estática de ese género desembocaría en un esferoide sin rasgos en cuanto la erosión alisase los salientes y rellenase los huecos. Estaba también el problema, planteado por Rutherford y Soddy años antes en el mismo siglo, de que los elementos térreos contenían inmensas reservas de calor... de­masiado para que fuese posible el tipo de enfriamiento y arrugamiento que proponía Suess. Y, de todos modos, si la teo­ría de Suess fuese correcta, las montañas estarían distribuidas de modo uniforme en la superficie de la Tierra, lo que claramen­te no era así; y serían todas más o menos de la misma edad. Sin embargo, a principios de la década de 1900, ya era evidente que algunas cordilleras, como los Urales y los Apalaches, eran cientos de millones de años más antiguas que otras, como los Alpes y las Rocosas. Es indudable que todo estaba a punto para una nueva teoría. Por desgracia, Alfred Wegener no era el hombre que los geólogos querían que la proporcionase.

En primer lugar, sus ideas radicales ponían en entredicho las bases de la disciplina, lo que no suele ser un medio eficaz de gene­rar simpatía entre el público interesado. Un reto de ese tipo ha­bría sido bastante doloroso procediendo de un geólogo, pero Wegener no tenía un historial en geología. Era meteorólogo, Dios santo. Un hombre del tiempo... un hombre del tiempo alemán. Eran defectos que no tenían remedio.

Así que los geólogos se esforzaron todo lo posible por refutar sus pruebas y menospreciar sus propuestas
. Para eludir los pro­blemas que planteaba la distribución de los fósiles, postularon «puentes de tierra» antiguos siempre que era necesario. Cuan­do se descubrió que un caballo antiguo llamado Hipparion ha­bía vivido en Francia y en Florida al mismo tiempo, se tendió un puente de tierra que cruzaba el Atlántico. Cuando se llegó a la conclusión de que habían existido simultáneamente tapires anti­guos en Suramérica y en el sureste asiático, se tendió otro puente de tierra. Los mapas de los mares prehistóricos no tardaron en ser casi sólidos debido a los puentes de tierra hipotéticos que iban desde Norteamérica a Europa, de Brasil a África, del sureste asiá­tico a Australia, desde Australia a la Antártida... Estos zarcillos conexores no sólo habían aparecido oportunamente siempre que hacía falta trasladar un organismo vivo de una masa continental a otra, sino que luego se habían esfumado dócilmente sin dejar rastro de su antigua existencia. De todo esto, claro, no había nin­guna prueba —nada tan erróneo podía probarse—. Constituyó, sin embargo, la ortodoxia geológica durante casi medio siglo.

Ni siquiera los puentes de tierra podían explicar algunas co­sas. Se descubrió que una especie de trilobite muy conocida en Europa había vivido también en Terranova... pero sólo en un lado. Nadie podía explicar convincentemente cómo se las había arre­glado para cruzar 3.000 kilómetros de océano hostil y no había sido capaz después de abrirse paso por el extremo de una isla de 300 kilómetros de anchura. Resultaba más embarazosa aún la anomalía que planteaba otra especie de trilobite hallada en Euro­pa y en la costa noroeste del Pacífico de América, pero en ningún otro lugar intermedio, que habría exigido un paso elevado más que un puente de tierra como explicación. Todavía en 1964, cuando la Enciclopedia Británica analizó las distintas teorías, fue la de Wegener la que se consideró llena de «numerosos y graves pro­blemas teóricos».

Wegener cometió errores, por supuesto. Ase­guró que Groenlandia se estaba desplazando hacia el oeste a razón de 1,6 kilómetros por año, un disparate evidente. (El despla­zamiento se aproxima más a un centímetro.) Sobre todo no pudo ofrecer ninguna explicación convincente de cómo se movían las masas continentales. Para creer en su teoría había que aceptar que continentes enormes se habían desplazado por la corteza só­lida como un arado por la tierra, pero sin dejar surcos a su paso. Nada que se conociese entonces podía explicar de forma razona­ble cuál era el motor de aquellos movimientos gigantescos.

Fue el geólogo inglés Arthur Holmes, que tanto hizo por de­terminar la edad de la Tierra, quien aportó una sugerencia. Holmes fue el primer científico que comprendió que el calentamiento radiactivo podía producir corrientes de convección en el interior de la Tierra. En teoría, dichas corrientes podían ser lo suficiente­mente fuertes como para desplazar continentes de un lado a otro en la superficie. En su popular manual Principios de geología física, publicado por primera vez en 1944 y que tuvo gran in­fluencia, Holmes expuso una teoría de la deriva continental que es, en sus ideas fundamentales, la que hoy prevalece. Era aún una propuesta radical para la época y fue muy criticada, sobre todo en Estados Unidos, donde la oposición a la deriva continental persistió más que en ninguna otra parte. A un crítico le preocupa­ba —lo decía sin sombra de ironía— que Holmes expusiese sus argumentos de forma tan clara y convincente que los estudiantes pudiesen llegar realmente a creérselos. En otros países, sin em­bargo, la nueva teoría obtuvo un apoyo firme aunque cauto. En 1950, una votación de la asamblea anual de la Asociación Britá­nica para el Progreso de la Ciencia, puso de manifiesto que aproxi­madamente la mitad de los asistentes aceptaba la idea de la deriva continental. (Hapgood citaba poco después esa cifra como prueba de lo trágicamente extraviados que estaban los geólogos ingle­ses.) Es curioso que el propio Holmes dudara a veces de sus con­vicciones. Como confesaba en 1953: «Nunca he conseguido li­brarme de un fastidioso prejuicio contra la deriva continental; en mis huesos geológicos, digamos, siento que la hipótesis es una fantasía».

La deriva continental no careció totalmente de apoyo en Estados Unidos. La defendió, por ejemplo, Reginald Daly, de Harvard. Pero, como recordarás, él fue quien postuló que la Luna se había formado por un impacto cósmico y sus ideas solían considerarse interesantes e incluso meritorias, pero un poco desmedidas para tomarlas en serio. Y así, la mayoría de los académicos del país siguió fiel a la idea de que los continentes habían ocupado siem­pre sus posiciones actuales y que sus características superficiales podían atribuirse a causas distintas de los movimientos laterales. Resulta interesante el hecho de que los geólogos de las empre­sas petroleras hacía años que sabían que si querías encontrar petróleo tenías que tener en cuenta concretamente el tipo de mo­vimientos superficiales implícitos en la tectónica de placas. Pero los geólogos petroleros no escribían artículos académicos. Ellos sólo buscaban petróleo.

Había otro problema importante relacionado con las teorías so­bre la Tierra que no había resuelto nadie, para el que nadie había conseguido aportar ni siquiera una solución. ¿Adonde iban a pa­rar todos los sedimentos? Los ríos de la Tierra depositaban en los mares anualmente volúmenes enormes de material de acarreo (500 millones de toneladas de calcio, por ejemplo). Si multiplicabas la tasa de deposición por el número de años que llevaba producién­dose, obtenías una cifra inquietante: tendría que haber unos veinte kilómetros de sedimentos sobre los fondos oceánicos... o, dicho de otro modo, los fondos oceánicos deberían hallarse ya muy por encima de la superficie de los océanos. Los científicos afrontaron esta paradoja de la forma más práctica posible: ignorándola. Pero llegó un momento en que ya no pudieron seguir haciéndolo.
Harry Hess era un especialista en mineralogía de la Universi­dad de Princeton, al que pusieron al cargo de un barco de trans­porte de tropas de ataque, el Cape Johnson, durante la Segunda Guerra Mundial. A bordo había una sonda de profundidad nue­va, denominada brazómetro, que servía para facilitar las ma­niobras de desembarco en las playas, pero Hess se dio cuenta de que podía utilizarse también con fines científicos y la mantuvo funcionando constantemente, incluso en alta mar y...

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