LA VANGUARDIA 17/12/2010
Roger Cohen
Roger Cohen es columnista de temas mundiales del The New York Times y del International Herald Tribune
La caída del Muro de Berlín liberó a Europa, pero su mayor impacto apenas se ha evidenciado en la primera década del siglo XXI. En nuestro vértigo, no vimos el derrumbe de otros muros: por ejemplo entre Turquía –país miembro de la OTAN– y Siria, entonces aliado soviético, donde por lo menos 60.000 minas terrestres sellaron en su día una frontera de casi 870 kilómetros y donde alrededor de 2.000 millones de dólares fluyen anualmente en transacciones comerciales a lo largo de una línea divisoria exenta de visados. Países satélites y ex repúblicas de la antigua Unión Soviética, como Bulgaria y Georgia, también descubrieron a la vecina Turquía. Abandonando su papel de confín de Occidente, Turquía se ha convertido rápidamente en eje central de Eurasia.Un África destrozada en los días de la guerra fría por la batalla entre representantes soviéticos y estadounidenses, aprendió a mirar allende muros ideológicos, permitiendo no solo algunos hallazgos de buena vecindad –Sudáfrica y Mozambique– sino también el desarrollo del comercio con China, que ha aumentado pasando de 10.000 millones de dólares en el año 2000 a muy por encima de 100.000 millones de dólares en la actualidad. Se espera que África crezca un 5.2% en este próximo 2011, más del doble del ritmo pronosticado para Estados Unidos y Europa. El director ejecutivo de Coca-Cola ha identificado al continente africano como una de las principales prioridades de inversión de la empresa.
Estos cambios forman parte de las corrientes más profundas y pausadas, aunque invisibles, que manaron de Berlín.
Si Occidente vibraba de emoción hace dos décadas por recibir a una Europa libre y completa, actualmente está mucho menos satisfecho con un mundo donde se le pasa por alto más fácilmente. El austero menú fijo de relaciones de la guerra fría se ha convertido en un extravagante à la carte. ¿Qué podemos decir de las uniones matrimoniales peruano-indios? El papel central estadounidense se ha desgastado, Europa se ha vuelto políticamente marginal y Japón, miembro honorario de Occidente, es simplemente deprimente. “¿Dónde está nuestra influencia?”, se quejan los diplomáticos occidentales. Muchas veces tienen muy poca, como en el caso de Irán.
En otras partes, empero, hay entusiasmo y emoción. Latinoamérica, superando viejos reflejos y resentimientos, comercia ahora con China e India, explora nuevas oportunidades en África y poco le importa que Estados Unidos esté muy agobiado por la guerra y la incertidumbre como para prestarle mucha atención. “Una Latinoamérica con mayor confianza en sí misma no está descontenta con la atención de Estados Unidos en otra parte”, me dijo Luis Alberto Moreno, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo. “Atiende en cambio a Asia, cuyo interés en la región es enorme. La cooperación sur-sur crece al tiempo que no se ratifican acuerdos de libre comercio colombianos y panameños con Estados Unidos”, señaló.
En la actualidad, una división mundial esencial se abre entre un Occidente preocupado, deprimido y desorientado (donde el libre comercio se traduce en una pérdida de empleo) y el boyante, aventurero y cada vez más confiado mundo emergente de países como Brasil, Turquía y Sudáfrica. Occidente padece la insistente sensación de que su tiempo ha pasado; fuera de él, muchos países creen que ha llegado el suyo o que está cerca.
Aunque se habla de una nueva Era de Ansiedad, la neurosis de hecho está bastante circunscrita. Ciertamente, la desazón es patente en Estados Unidos, que sigue siendo, y con mucho, la economía más grande del mundo, y también es compartida por la Unión Europea. Los problemas que padecen –crecientes déficits, alto desempleo, envejecimiento de los baby boomers y esporádico rechazo de los inmigrantes– son espinosos. El exceso ha dado paso a la angustia. El apetitoso dinero se ha agotado.
Sin embargo, la gran mayoría de la población mundial vive fuera de estos exhaustos y sobrecargados enclaves. Para miles de millones de seres humanos, las oportunidades se amplían en lugar de contraerse, aunque de manera muy desigual. De hecho, cabe afirmar que esta es la nueva Era de las Posibilidades.
Estos cambios espectaculares entrañan peligros. Consideremos la irrupción de la Alemania de finales del siglo XIX en el escenario europeo como Estado-nación unificado y el siglo de baño de sangre y enfrentamientos que supuso solucionar la cuestión alemana. Tengamos en cuenta las convulsiones globales que cimentaron el auge de Estados Unidos en el siglo XX y el declive del imperio británico.
No creo que la transición de poder actualmente en marcha sea menos dramática. China es un enorme solar en construcción que apunta al pleno desarrollo para mitad de siglo y a un posible dominio en el año 2100. Ya ha producido una fenomenal riqueza. En otoño pasado conversé con Eric de Rothschild, quien dirige Château Lafite-Rothschild, la soberbia bodega de vinos bordeleses. “Conozco a gente que compró cajas de la cosecha 1982 y que ansiaba consumirlas”, me dijo. “Ahora, gracias a lo que los chinos están dispuestos a pagar, confían en comprarse un piso con las ganacias de su venta”, afirmó.
Llámesele agitación mundial: nueva riqueza que reemplaza a la vieja. Pero, por supuesto, resulta perturbador.
Estadounidenses y europeos de clase media observan cómo desaparecen empleos temporales en Guangzu o Bangalore; contemplan la pérdida de valor de casas para cuya compra pidieron prestadas enormes sumas; siempre han de trabajar más para mantener su nivel de vida y dar a sus hijos la educación exigida por un mundo moderno y que demandan las nuevas tecnologías; perciben una creciente desigualdad y ven que sólo los ricos se enriquecen; se preguntan si durarán los derechos sociales básicos, como la asistencia médica y las pensiones. Están sobreendeudados y, al parecer, son prescindibles. En resumen, se identifican con el personaje del cuadro El grito, de Edvard Munch. Y así comienza la búsqueda de chivos expiatorios y avanzan los movimientos políticos que los identifican. El próspero Tea Party es un movimiento estadounidense, pero muchas de sus pócimas se beben en la Europa del holandés Geert Wilders.
Sin embargo, no estoy preocupado en exceso. Esta impetuosa transformaciónde principios del siglo XXI se lleva a cabo con un puñado de ingredientes singulares que me hacen confiar en que la violencia que habitualmente ha acompañado estos cambios drásticos pueda evitarse.
El primero es el tejido de redes sociales que ahora se extiende por el mundo. Los quinientos millones de usuarios de Facebook constituyen cierto tipo de seguro contra la disgregación. Tal vez sea demasiado intangible como para satisfacer a las aseguradoras, pero no es despreciable. Estar en contacto mediante sistemas que borran las fronteras nacionales dificulta incurrir en conflictos violentos a gran escala según las líneas divisorias.
El segundo son las guarniciones estadounidenses en Asia que, situadas en un área de cambio más rápido, compensan el auge de China y tranquilizan a otras potencias. La Pax Americana todavía no ha muerto.
El tercero es el cansancio de Estados Unidos por la guerra casi una década después del 9 de septiembre de 2001; el período de atrincheramiento inaugurado por el presidente Barack Obama perdurará cierto tiempo.
El cuarto es la obsesión china con la estabilidad global. Se juzga en Pekín como el sine qua non del 9% de crecimiento anual que, a la vez, sostiene al gobierno del Partido Comunista.
Y el quinto es la profunda interdependencia de los vínculos chino-estadounidenses, una relación tan importante para cada parte que su ruptura es casi inconcebible.
Por tanto, existen importantes fuerzas estabilizadoras conforme cobra vida un nuevo mundo. Por eso el paradigma son las posibilidades. Pero aun bajo el gobierno de Obama presiento un Estados Unidos más inclinado a preservar la creencia en la influencia que tuvo que a aceptar los ajustes exigidos por el reequilibrio del poderío mundial. Tal actitud alimenta tensiones.
Las principales instituciones del mundo, como la Organización de las Naciones Unidas y el Fondo Monetario Internacional, siguen necesitando una reforma que refleje el cambio del orden mundial. El G 20, sin el respaldo de ninguna estructura profesional significativa, representa un paso, pero inadecuado. La inestabilidad de las monedas está motivando una creciente preocupación sin ninguna señal de acuerdo sobre cómo solucionarla.
La perspectiva convencional de Estados Unidos hacia Oriente Medio –el tipo de mentalidad que ve a la nueva Turquía como insuficientemente ligada a Occidente, o que se imagina que la doble moral de tolerar el arsenal nuclear de Israel pasa inadvertida, o que afirma que ningún sector de los amplios movimientos políticos Hizbulah y Hamas podría ser llamado a participar de modo fructífero, o que se imagina que la opción de bombardear Irán no es una receta para un desastre casi inimaginable– sigue necesitando de una sacudida, sobre todo en el Capitolio.
Como consecuencia, Obama no ha sido un agente de cambio tan importante como sugerían sus discursos iniciales. El muro que parte Tierra Santa desaira la esperanza. El presidente estadounidense cada vez se parece más a un hombre inseguro sobre sus convicciones esenciales sobre quien se proyectó un erróneo idealismo en momentos en que Estados Unidos ansiaba una renovación.
En otros lugares, la renovación es real. Es palpable en Turquía, donde la tasa de crecimiento alcanzará el 7% este año. Todavía se libra una batalla entre el ardiente secularismo de Ataturk, fundador de la república moderna, y el islam moderado del gobernante PKA, pero en general me parece gratificante: la mezcla turca de ambas corrientes ideológicas es tonificante y es un recordatorio de cuánto disparate se vocifera sobre la supuesta incompatibilidad del islam con la modernidad. Estambul tal vez sea el principal revés mundial para los discípulos del punto de vista mundial del choque de civilizaciones.
Mientras aún se lucha por la esencia de Turquía, el nuevo panorama del país parece claro. “La geografía de Turquía es tal que no acepta la división Oriente-Occidente o Norte-Sur”, me dijo en una entrevista Ahmet Davutoglu, ministro de Asuntos Exteriores. “Estamos en Occidente, pero también somos uno de los principales protagonistas en Asia y Oriente Medio. Intentamos una normalización de la historia. La guerra fría fue una anomalía. El ‘telón de acero’ no estaba sólo en Berlín sino a nuestro alrededor. Por tanto, no teníamos buenas relaciones con nuestros vecinos”, precisó el ministro.
“Y observamos que para ser influyentes en nuestra región hay que tener una nueva imagen y expresarse con sinceridad, sin imponer nada”, continuó. Davutoglu está cansado de lo que considera una doble moral occidental: “Cuando participamos activamente en Afganistán, no nos dicen que nos estamos inclinando a Oriente. Afganistán es más oriental que Irán. Pero en lo relativo a Afganistán, a todo mundo agrada que estemos en Oriente”.
En 2011 se cumplirá el décimo aniversario del devastador ataque de Al Qaeda en Estados Unidos que dejó casi tres mil muertos en Nueva York y Washington. Contra la opinión de moda, Estados Unidos no invadió Afganistán –recuérdese la estrategia de la guerra argelina– por un motivo fútil. Resuenan las palabras de Kipling, casi 102 años después:
“Los puertos en los que no entraremos,
Los caminos que no pisaremos,
Anda, hazlos con tu vida
Y márcalos con tu muerte”.
Los límites del poderío de Estados Unidos en la actualidad son notablemente claros, aun cuando la forma en que se repartirá el poder en este siglo todavía joven, y con qué fin, sigue siendo una cuestión sin resolver; efectivamente, es un asunto escasamente abordado por aquellos a quienes –ya sean temerosos o dominadores– interesará e involucrará.