Kibera: República de la miseria ÁLVARO DE CÓZAR
EL PAIS SEMANAL - 27-01-2008
Cuentan los habitantes de Kibera que, en una visita a Nairobi, la reina Isabel II de Inglaterra pasó con el coche muy cerca del poblado. Sorprendida por la enorme extensión de chabolas y la suciedad que se acumulaba en sus costados, la reina preguntó a su acompañante, el entonces presidente de Kenia, Daniel Arap Moi, quién podía vivir en semejante estercolero. “Los cerdos, majestad. Aquí viven mis cerdos”. La anécdota no parece muy cierta, pero hay quienes la relatan con todos los detalles, como si hubieran estado en el asiento de atrás, entre la reina y el mandatario. Benat Oduor se enfada con su amigo Mohamed porque éste es uno de ésos. “Te encanta contar historias falsas”, le dice. “¿Cómo va a ser eso cierto?”. “Es verdad. A mí me lo contó mi madre. Ella los vio pasar de lejos”.Benat y Mohamed se conocen de toda la vida. Jamás han salido del poblado de chabolas más grande de África, con una población estimada de un millón de personas. Sus incursiones en el resto del país se limitan a cortos recorridos por la moderna Nairobi a bordo de unas pequeñas furgonetas, especie de minibús, en las que trabajan como improvisados revisores recogiendo a la gente que se desplaza al centro de la ciudad. A eso y a cualquier cosa que surja dedican su tiempo. Pero estos días, el negocio de los matatu (así se llama en suajili esta forma de transporte público) anda de capa caída. El conflicto que vive Kenia desde hace tres semanas ha disparado una crisis económica que les ha dejado fuera del mercado laboral, así que Benat, de 28 años, y Mohamed, de 23, acceden a servir de espontáneos guías por el gueto. “Vamos, vamos. No tenemos nada que hacer”, dice Mohamed.
Casi nadie en Kibera tiene mucho que hacer. El tiempo transcurre lento y, aunque hay trasiego de gente de un sitio para otro, también se ve a mucho ocioso sentado a ambos lados de la calle, dormitando, hablando con el más próximo o simplemente estando. El millón de personas que habitan en el suburbio se concentra en una extensión de 250 hectáreas. El cálculo sale a 4.000 por hectárea, algo así como si 4.000 personas vivieran en un campo de fútbol, según las matemáticas de la Asociación Shofco, tras cuyo nombre se esconde el lema Dando brillo a la esperanza de la comunidad. Todos ellos se distribuyen en casas de no más de siete metros cuadrados, levantadas con adobe sobre el suelo de tierra roja y cubiertas con techos de hierro, dispuestas en el terreno como si hubieran sido arrojadas al azar desde el cielo. Eso deja poco espacio a los árboles, y la única protección del sol se encuentra en la sombra que proporcionan sus calles laberínticas.
En un tiempo sí hubo árboles. Así debió de ser para que sus primeros habitantes, los soldados nubios de los King African Rifles, el ejército colonial británico de oficiales blancos y soldados negros, llamaran al lugar Kibera, que en lengua nubia significa “arboleda”. Eso fue a principios de siglo, cuando el asentamiento no era más que una reserva militar de unas 600 personas a cargo del Gobierno británico. Pronto fue cedida al Consejo Municipal de Nairobi, y a partir de entonces fue ampliándose con nuevos grupos étnicos venidos de todo el país en busca de la fortuna que esperaban encontrar en Nairobi: 6.000 habitantes en 1965, 62.000 en 1980, 500.000 en 1998 y así hasta la cifra actual del millón, con un crecimiento vertiginoso del 17% anual. Kibera sale en los planos de la capital, pero como una mancha en uno de sus bordes, sin forma reconocible, fuera de los planes urbanísticos de la ciudad, de los presupuestos públicos, y de las redes de electricidad y saneamiento. El agua corre en zanjas paralela a la basura, y a veces se mezcla con ella y la arrastra hasta algunos rincones iniciando un proceso de sedimentación que levanta montañas de porquería sobre las que los niños juegan a encontrar cualquier objeto que pueda ser considerado un tesoro. El olor en la mayoría de las calles es fétido y, mezclado con la humareda procedente de algunas hogueras, se aloja durante horas en las narices. Las aguas fecales se estancan alrededor de la mayor parte de las viviendas y se convierten en cultivo para todo tipo de enfermedades. “Sí, es asqueroso. El presidente Moi tenía razón. Cuantos más somos en el gueto, más sucios estamos, pero estamos acostumbrados. Como los cerdos. Siempre ha sido así”, se ríe Mohamed.
Los dos amigos recorren el barrio parándose en aquello que consideran interesante o llamativo. Forman una extraña pareja bien avenida que no cesa de discutir por cualquier tema. Benat es de la etnia luo, católico, habla muy serio y arrastra una pierna al andar como consecuencia de la polio que padeció cuando era un niño. Mohamed es kalanjin, musulmán, charlatán y divertido. Benat está casado y tiene dos niños. Mohamed tiene cinco y no está casado con ninguna de las madres. El primero es del Arsenal; el segundo, del Manchester. Ambos pasan parte de sus días tratando de burlar la presencia de los rinocerontes. Es el nombre que reciben unos policías de paisano que a veces entran en Kibera para extorsionarles si no quieren ser arrestados de acuerdo con una especie de ley de vagos y maleantes. “Los rinos nos persiguen a nosotros en lugar de arrestar a los que sí causan problemas. Vienen de vez en cuando. Te pillan sin hacer nada en la calle y empiezan a pedirte que te busques algo de dinero”, se queja Mohamed.
Benat no cree que los rinocerontes aparezcan estos días por Kibera. Las bandas están más activas que nunca y no van a dejar que nadie se pasee por el gueto reclamando dinero, más cuando la cosa está más escasa que nunca. Según cuentan los dos amigos, los grupos de jóvenes deambulan por los alrededores armados con machetes, y aprovechan cualquier oportunidad para robar y saquear a quienes regresan tarde a casa. Algunos de ellos han estado especialmente activos en las últimas semanas. Las pasadas elecciones del 27 de diciembre y las sospechas de que habían sido manipuladas por el presidente Kibaki, de la etnia kikuyu, hicieron que la oposición convocara manifestaciones en las calles de Nairobi. La mayoría de los manifestantes salió de Kibera y de otros guetos de la ciudad. La policía sofocó con palos, cañones de agua y gases lacrimógenos las proclamas que pedían la repetición de los comicios. Arrinconó las protestas en el gueto y lo cerró a cal y canto, sin dejar salir a nadie de él. Durante tres días, nadie pudo salir a buscar comida. La desesperación llevó a muchos a robar y asaltar las casas de sus vecinos. La furia se cebó especialmente con los miembros de la tribu del presidente. Sus negocios fueron arrasados por el fuego en una de las noches de mayor tensión. “Fueron las bandas. Llegaron por la noche, rompieron las puertas, se llevaron todo lo que había dentro y luego le prendieron fuego”, relata Benat frente a una tienda de camas de un kikuyu. “¿El dueño? Nadie lo ha visto nunca”, dice. “El encargado era un luo, como yo. Tendrá que buscarse otro empleo”.
Los ataques a los kikuyus acabaron por explotar en la cara de los propios saqueadores. Los mungikis juraron venganza. Miembros de esta secta mafiosa, temida en todo el país por sus rituales sangrientos –que incluyen matar a una persona para formar parte del grupo–, esperaron a que se calmaran los ánimos de los primeros días y entraron por la noche, saltándose con inquietante facilidad los controles de la policía.
Mohamed y Benat se detienen en una esquina de la calle principal y se paran frente a un chico que apura un cigarrillo. Tiene una venda en la cabeza y varias heridas en las manos. No tendrá más de 18 años. A duras penas, sin dejar la expresión dura de su rostro, empieza a trabar un relato con sentido de su experiencia con los mungikis. “Estaba en casa. Mi madre había terminado de hacer la cena y yo salí fuera para fumarme un cigarro. Escuché ruidos en la parte trasera y di la vuelta a la casa para ver qué pasaba. Dos mungikis estaban pegando a un chico con palos. Me vieron. Uno de ellos salió corriendo detrás de mí. Me caí y me empezó a dar golpes con el palo. Luego salió más gente y los dos echaron a correr hacia la zona de Langata”. ¿Cómo sabía el chico que sus atacantes eran mungikis? “¿Y quiénes iban a ser si no?”, dice Mohamed.
En esos días también ardieron los calabozos de la policía, el mercado, una iglesia construida por el ex presidente Moi y otros negocios de los kikuyus. Las llamas, ayudadas por el viento, saltaron de un sitio a otro sin discriminar entre tribus, sin detenerse a ver si esta casa o aquella tienda pertenecían a un luo, a un kikuyu o a un kalanyin. Los bomberos no vinieron. “Dejad que los habitantes de Kibera se destruyan a sí mismos”, dicen algunos que fue la consigna elaborada en las oficinas del Gobierno. Tampoco habría servido de mucho que sus camiones hubieran estado allí. El gueto tiene varias entradas a las que se puede acceder en coche, pero, una vez allí, los vehículos no sirven para introducirse en sus estrechas calles. Así que fueron los propios habitantes del gueto los que sofocaron el fuego, con cubos, con arena, con matojos y todo aquello que encontraron en los tres días que duró el follón.
Los robos siguieron durante días, y todavía hoy se ve a alguno arrastrando una cama medio quemada que no le pertenece. En algunas zonas del país, los saqueos dieron lugar a anécdotas de tinte tragicómico. En la ciudad costera de Mombasa, los rumores de que hechizos de brujería caerían sobre quienes habían aprovechado la confusión para llevarse sofás y colchones hicieron que muchos de los asaltantes devolvieran a la policía lo que se habían llevado. Algunos testimonios aseguraban que habían decidido restituir lo robado porque habían dejado de ir al baño misteriosamente o porque habían padecido extraños dolores de cabeza. “Pero eso no pasa en Kibera”, asegura Benat, “no tenemos tantos remordimientos”.
Por la tarde, la top-model Tyra Banks luce en su show un voluminoso peinado en la pantalla del televisor. Trata de mantener una expresión solidaria con el relato de sus invitadas, dos mujeres que se quejan de que sus maridos se pasan todo el día en Internet mirando páginas porno. La presentadora cambia su semblante cuando interroga a los dos hombres con una mirada penetrante. Al cabo de un rato consigue sacarles una confesión, un arrepentimiento y la promesa de que tratarán su adicción y volverán a ver el atractivo de sus mujeres. Luego llegan un psicólogo y dos actrices porno que discuten con las esposas sobre si las pornostars son las culpables de lo que les pasa a sus maridos. El matrimonio formado por Vincent y Rose Mary ve el programa en su modesto aparato encajado en un mueble de madera. Les gusta el show, porque dicen que a veces extraen enseñanzas de las experiencias que relatan los invitados. “Está bien. Se aprende de la gente que sufre por las drogas y problemas similares. ¿Esos hombres no tienen nada mejor que hacer que mirar las páginas de Internet? No respetan a sus mujeres”, opina Vincent, barbero, conductor ocasional y fabricante de unos salvamanteles de hilo con los que se saca un dinero extra. Tyra sigue a lo suyo. La presentadora habla ahora con un hombre que quiere ser mujer y una mujer que quiere ser hombre. Mohamed, que se ha sumado al encuentro alrededor de una pequeña mesa y cuatro tazas de cacao con leche, no da crédito a lo que ve: “Están locos. Esta gente se aburre demasiado. Tienen demasiadas cosas. Debe de ser por el estrés. Por eso lloran tanto”.
Vincent cambia de canal y pone las noticias en lengua suajili. El informativo resume las últimas noticias del conflicto que ahoga a Kenia desde las elecciones. Como en Kibera, la crisis se cebó especialmente con los miembros de la tribu del presidente: 600 muertos en varias regiones de Kenia y el éxodo de 255.000 kikuyus hacia la zona central del país. El presidente Kibaki no se baja del burro y se niega a atender las demandas de la oposición, que pide la repetición de los comicios. Los enviados para mediar en la crisis se han marchado. Kibaki tiene las riendas. Todo parece haber sido en balde. “Esta lucha no ha servido de nada”, dice Vincent, “otra vez el mismo presidente que sólo gobierna para los suyos”. El matrimonio y Mohamed se envuelven en una larga y compleja conversación sobre la democracia en Kenia o más bien la ausencia de ella. Para empezar, en Kibera sólo pueden votar 150.000 personas, las únicas que están censadas en el gueto. Las demás tienen que ir a votar al lugar del que proceden, pero eso les cuesta demasiado dinero y acaban por renunciar a su derecho. Ellos sí han podido votar, y lo hicieron por Odinga, claro está, que en el gueto ganó por goleada. El aspirante, un hombre rico, golpista en 1982 y ahora líder de la oposición, les prometió soluciones a todos los problemas del poblado: escuelas; agua potable; medicinas contra el sida, que padece más del 15% de la población de Kibera, y más oportunidades y puestos de trabajo para reducir el 80% de paro entre los jóvenes. ¿Habría llevado a cabo Odinga sus planes? ¿Habría conseguido que el gueto dejara de serlo? ¿Habría luchado por ellos? Eso ya es otra historia.
Al borde de las siete, un vendedor de fruta, fumador compulsivo, artista callejero y borracho como una cuba suelta una letanía frente al dibujo por el que es conocido en Kibera, el retrato del hombre más famoso del gueto, el campeón nacional de peso supermedio, Mohamed Body Odungi. Está pintado sobre un muro de hormigón que marca las lindes del poblado y muestra al púgil con ese aspecto poderoso, de dignidad inquebrantable, que tienen los héroes de los cómics. Lo muestra duro, con la mirada fija en los habitantes del gueto, como si los vigilara para defenderlos. Los guantes se cruzan por encima de la cintura y la postura deja un cuerpo en tensión marcado por unas arrugas cinceladas en el rostro anguloso de Odungi. “¡Es el campeón de Kenia, el héroe de Kibera, el hombre más fuerte del mundo, el sargento de la nación! ¿Tiene usted un cigarrillo? ¡Que el Altísimo nos lo guarde muchos años!”, insiste el artista en un espontáneo espectáculo que despierta las risas de los que le miran.
Odungi ya no se reconoce del todo en esa imagen, aunque sabe que sus éxitos y sus viajes por el extranjero le han convertido en un modelo para los jóvenes que se entrenan en el ring de Kibera. Ganó la medalla de oro en los Juegos Panafricanos de 1987 y viajó luego a Corea para participar en los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988, donde no pasó de la segunda ronda. Empezó su carrera con 15 años y ahora, a los 44, piensa en la retirada. “Estoy cansado de pelear. Ahora sólo quiero enseñar lo que sé a los nuevos boxeadores”, comenta Odungi en su casa de Kibera. Allí vive desde hace muchos años con sus cuatro hijos y la gata Mary. ¿Su mujer? “Bueno, me estoy separando un poquito. Ella no viene ya por aquí”. Odungi tiene todos los dientes y muestra su sonrisa a cada pregunta que indaga en su vida. En su choza, llena de recuerdos, destaca un álbum de fotos de los años ochenta con imágenes de sus combates en Dinamarca, Suecia, Corea y Singapur, y un cartel anunciando una pelea en Uganda en el que Odungi sale tratando de forzar la cara de pocos amigos. Los trofeos han perdido el brillo o se han oxidado. El púgil abre un cajón y saca su objeto más preciado: el cinturón que le proclamó como campeón nacional en 2006. Ése fue su último éxito.
Se enfrentaba a un tipo llamado Samsom Onyango, al que todos daban por ganador. Ambos luchaban por el título de los pesos supermedios (entre 72 y 76 kilos). Odungi estuvo intercambiando golpes hasta que el árbitro paró el combate en el noveno asalto tras comprobar que la ceja de Samsom no paraba de sangrar. Los jueces le dieron la victoria por puntos. Las mismas crónicas que ese día ensalzaron la figura del veterano lo pusieron a parir al año siguiente cuando se negó a dar la revancha a Samsom. “Tenía un corte en la ceja. Me lo había hecho en un entrenamiento y no pude pelear. Me criticaron mucho. Dijeron que era un gallina y que me había inventado lo de la herida. Bah, ya no estoy para esas cosas, tengo que cuidar de mis hijos”. El Cuerpo no sólo ha recibido premios en el ring. Odungi rechazó vivir en una mansión que le ofreció el Gobierno keniano porque, según él, querían controlarle. La comunidad premió su fidelidad al gueto con un diploma en el que reconoce su trabajo en Kibera con los más jóvenes.
Odungi entra en el Club de Boxeo Olímpico de Kibera y choca los puños de los chavales que a esa hora se entrenan en el local. El recinto mide unos pocos metros cuadrados, pero proporciona suficiente espacio para que los aspirantes a púgiles se entrenen bajo las instrucciones del campeón. Uno de los jóvenes golpea a su imaginario contrincante lanzando una serie de directos con ambas manos, otro salta a la comba con una cuerda deshilachada y un tercero levanta unas pesas construidas con una barra deformada en la que se han incrustado dos grandes piedras en sus extremos. Es un gimnasio ruinoso, escuela convencional por las mañanas, pero la atmósfera del boxeo transpira por sus cuatro paredes: luces halógenas, sudor y camaradería. Hoy no está Mariam Haded, la promesa de 19 años del boxeo femenino, a la que Odungi dice haber enseñado algunas de sus artes: “Sobre todo, estar tranquila y segura. Luego, observar los errores del adversario y después pegar. Lo más fuerte que se pueda”.
Los adolescentes siguen sudando en el ring. Atienden a cada palabra del maestro, concentrados en mantener la postura de defensa como si la vida les fuera en ello, como si ese entrenamiento, antes de que anochezca, fuese presenciado por miles de espectadores mandándoles gritos de ánimo. No se puede hacer mucho más en Kibera. No hay muchas escuelas, ni hospitales, ni centros de ocio, ni cines, ni discotecas, ni bares, ni centros comerciales. Todo eso es cierto, pero hay un Club Olímpico de Boxeo. Kibera es una pocilga maloliente para los presidentes que consideran a sus habitantes cerdos indeseables. Y sí, los cerdos estarán sucios, pero saben pelear.
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