NATHAN GARDELS
EL PAÍS, NEGOCIOS - 21-09-2008
Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001, sostiene que la crisis de Wall Street pone de manifiesto que el modelo de fundamentalismo de mercado no funciona. En su opinión, la crisis que ha sacudido Wall Street la última semana es para ese modelo el equivalente a lo que fue la caída del muro de Berlín para el comunismo. Stiglitz critica la complejidad de los productos financieros que han provocado la crisis y los incentivos al riesgo de los sistemas de retribución de los directivos.
Pregunta. Barack Obama afirma que el hundimiento de Wall Street es la mayor crisis financiera desde la gran depresión. John McCain dice que la economía está amenazada, pero es básicamente fuerte. ¿Cuál de ellos tiene razón?
Respuesta. Obama se acerca mucho más a la verdad. Sí, Estados Unidos tiene talentos, grandes universidades y un buen sector de alta tecnología. Pero los mercados financieros desempeñan un papel muy importante; supusieron en los últimos años el 30% de los beneficios empresariales. Los directivos de los mercados financieros han cosechado esos beneficios con el argumento de que ayudaban a gestionar el riesgo y a asignar el capital con eficacia, y afirmaban que por eso "merecían" unos rendimientos tan altos. Se ha demostrado que no es cierto. Lo han gestionado todo mal. Ahora el tiro les ha salido por la culata, y el resto de la economía pagará porque las ruedas del comercio se ralentizan debido a la quiebra del crédito. Ninguna economía moderna puede funcionar bien sin un sector financiero vibrante.
De modo que el diagnóstico de Obama, cuando dice que nuestro sector financiero está en un estado deplorable, es correcto. Y si está en un estado deplorable, significa que nuestra economía está en un estado deplorable. Aunque no observásemos la conmoción financiera, sino la deuda doméstica, nacional y federal, el problema es serio. Nos estamos ahogando. Si observamos la desigualdad, que es la mayor desde la gran depresión, el problema es serio. Si observamos el estancamiento de los salarios, el problema es serio. La mayor parte del crecimiento económico de los últimos cinco años se basaba en la burbuja de la vivienda, que ahora ha estallado. Y los frutos de ese crecimiento no se repartieron ampliamente. En resumen, los cimientos no son buenos.
P. ¿Cuál debería ser la respuesta política al hundimiento de Wall Street?
R. Está claro que no sólo necesitamos volver a regular, sino también rediseñar el sistema regulador. Durante su reinado como jefe de la Reserva Federal en la que surgió esta burbuja hipotecaria y financiera, Alan Greenspan tenía muchos instrumentos a su alcance para frenarla, pero no lo consiguió. Después de todo, Ronald Reagan le escogió por su actitud contraria a la regulación.
A Paul Volcker, el anterior presidente de la Reserva Federal, conocido por mantener la inflación bajo control, le cesaron porque el Gobierno de Reagan no creía que fuera un liberalizador adecuado.
Por consiguiente, nuestro país ha sufrido las consecuencias de escoger como regulador supremo de la economía a alguien que no creía en la regulación. De modo que para corregir el problema, lo primero que necesitamos son líderes políticos y responsables que crean en la regulación. Además, necesitamos establecer un sistema nuevo, capaz de soportar la expansión de las finanzas y los instrumentos financieros mejor que los bancos tradicionales.
Por ejemplo, necesitamos reglamentar los incentivos. Las primas tienen que pagarse basándose en los resultados de varios años, y no de un solo año, porque esto último fomenta las apuestas. Las opciones de compra de acciones fomentan la adulteración de la contabilidad y hay que frenarlas. En resumen, ofrecimos incentivos para que se diese un mal comportamiento en el sistema, y nos salimos con la nuestra.
También necesitamos frenos, bandas sonoras. Históricamente, todas las crisis financieras han estado asociadas con una expansión muy rápida de determinados tipos de activos, desde los tulipanes hasta las hipotecas. Si frenamos eso, podremos impedir que las burbujas se descontrolen. El mundo no desaparecería si las hipotecas creciesen un 10% y no un 25% anual. Conocemos tan bien el patrón que deberíamos poder hacer algo para dominarlo. Ante todo, necesitamos una comisión de seguridad de los productos financieros, como la que tenemos para los productos de consumo. Los financieros estaban inventando productos que no gestionaban el riesgo, sino que lo producían.
Por supuesto, creo firmemente en una mayor transparencia. Sin embargo, desde el punto de vista de los criterios reguladores, estos productos eran transparentes en un sentido técnico. Pero eran tan complejos que nadie los entendía. Aunque se hicieran públicas todas las cláusulas de estos contratos, no le habrían aportado a ningún mortal información útil sobre el riesgo.
Demasiada información equivale a nada de información. En este sentido, quienes piden más revelaciones como solución al problema no entienden la información. Si uno compra un producto, lo que necesita es conocer el riesgo, así de sencillo. Ésa es la cuestión.
P. Los activos hipotecarios que han provocado el caos están en manos de bancos o fondos soberanos de China, Japón, Europa y el Golfo. ¿Cómo les afectará esta crisis?
R. Es cierto. Las pérdidas de las instituciones financieras europeas por las hipotecas subprime han sido mayores que en Estados Unidos. El que Estados Unidos diversificase estos activos hipotecarios entre tenedores de todo el mundo gracias a la globalización de los mercados ha suavizado de hecho el impacto en Estados Unidos. Si no hubiéramos diseminado el riesgo por todo el mundo, la crisis sería mucho peor. Una cosa que ahora se entiende, a consecuencia de esta crisis, es la información asimétrica de la globalización. En Europa, por ejemplo, no se sabía muy bien que las hipotecas estadounidenses son hipotecas sin recurso: si el valor de la casa baja más que el de la hipoteca, uno puede devolverle la llave al banco y largarse. En Europa, la casa sirve de garantía, pero el prestatario sigue endeudado por la cantidad debida, pase lo que pase.
Éste es uno de los peligros de la globalización: el conocimiento es local, porque uno sabe mucho más de su propia sociedad que de las otras.
P. ¿Cuál es entonces en último término el impacto del hundimiento de Wall Street en la globalización regida por el mercado?
R. El programa de la globalización ha estado estrechamente ligado a los fundamentalistas del mercado: la ideología de los mercados libres y de la liberalización financiera. En esta crisis, observamos que las instituciones más basadas en el mercado de la economía más basada en el mercado se vienen abajo y corren a pedir la ayuda del Estado. Todo el mundo dirá ahora que éste es el final del fundamentalismo del mercado. En este sentido, la crisis de Wall Street es para el fundamentalismo del mercado lo que la caída del muro de Berlín fue para el comunismo: le dice al mundo que este modo de organización económica resulta insostenible. Al final, dicen todos, ese modelo no funciona. Este momento es señal de que las declaraciones de liberalización del mercado financiero eran falsas.
La hipocresía entre el modo en el que el Tesoro estadounidense, el FMI y el Banco Mundial manejaron la crisis asiática de 1997, y el modo en que se está manejando ésta, ha acentuado dicha reacción intelectual. Ahora los asiáticos dicen: "Un momento, a nosotros nos dijisteis que imitásemos a Estados Unidos que vosotros sois el modelo. Si hubiéramos seguido vuestro ejemplo, ahora estaríamos en el mismo lío. Vosotros tal vez podáis permitíroslo. Nosotros, no".
¿El fin del neoliberalismo?
JOSEPH E.STIGLITZ
EL PAÍS, NEGOCIOS - Negocios - 20-07-2008
El mundo no ha sido amable con el neoliberalismo, esa caja de sorpresas de las ideas que se basa en la noción fundamentalista de que los mercados se corrigen a sí mismos, asignan los recursos con eficiencia y sirven bien al interés público. Este fundamentalismo del mercado estuvo detrás del thatcherismo, la reaganomía y el denominado "consenso de Washington", todos ellos a favor de la privatización, de la liberalización y de los bancos centrales independientes y preocupados exclusivamente por la inflación.
Durante un cuarto de siglo, los países en vías de desarrollo han estado en pugna, y está claro quiénes son los perdedores: aquellos que siguieron políticas neoliberales no sólo han perdido la lotería del crecimiento, sino que cuando esos países crecían, los beneficios iban a parar desproporcionadamente a las clases más altas.
Aunque los neoliberales no quieren admitirlo, su ideología también ha fracasado en otra prueba. Nadie puede afirmar que los mercados financieros hicieran un trabajo estelar en la asignación de recursos a finales de la década de 1990, cuando un 97% de las inversiones en fibra óptica necesitaron años para ver la luz. Pero al menos ese error tuvo una ventaja inesperada: con la bajada de los costes de la comunicación, India y China se integraron más en la economía mundial.
Pero es difícil ver muchas ventajas en la enorme e inadecuada asignación de recursos al sector de la vivienda. Las casas construidas recientemente para familias que no podían pagarlas se están deteriorando a medida que millones de estas familias se ven obligadas a dejar su hogar y sólo quedan en pie las fachadas. En algunas comunidades el Gobierno ha tomado por fin cartas en el asunto y está retirando los restos. En otras, la destrucción se extiende. De modo que incluso aquellos que han sido ciudadanos modelo, endeudándose con prudencia y manteniendo sus casas, descubren ahora que los mercados han hecho que disminuya el valor de su vivienda más allá de las peores pesadillas.
Ciertamente, este exceso de inversión en el sector inmobiliario tuvo sus beneficios a corto plazo: algunos estadounidenses disfrutaron, aunque sólo fuera durante unos meses, de los placeres de ser propietarios y de vivir en una casa más grande de lo que podían permitirse. ¡Pero a qué precio para sí mismos y para la economía mundial! Millones perderán los ahorros de su vida con la casa. Y las ejecuciones de hipotecas de viviendas han precipitado una recesión mundial. Cada vez se coincide más en el pronóstico: esta crisis será prolongada y extensa.
Y los mercados tampoco nos prepararon bien para el encarecimiento del petróleo y los alimentos. Por supuesto, ninguno de los sectores es un ejemplo de economía de libre mercado, pero ése es en parte el argumento: la retórica del libre mercado se usa selectivamente; se asume cuando sirve a intereses especiales y se descarta cuando no es así.
Quizá una de las pocas virtudes del Gobierno de George W. Bush es que el desfase entre retórica y realidad es menor que con Ronald Reagan. A pesar de toda su retórica de libre mercado, Reagan impuso restricciones comerciales a mansalva, incluidas las famosas restricciones de exportación "voluntarias" a los automóviles.
Las políticas de Bush han sido peores, pero el grado en que ha servido abiertamente al complejo industrial y militar estadounidense ha sido más meridiano. La única vez que el Gobierno de Bush se volvió ecológico fue cuando empezó a subvencionar el etanol, cuyas ventajas para el medio ambiente son dudosas. Las distorsiones del mercado de la energía (en especial a través del sistema tributario) continúan, y si Bush hubiera podido salirse con la suya, las cosas estarían peor.
Esta mezcla de retórica de libre mercado e intervención estatal ha funcionado especialmente mal para los países en vías de desarrollo. Se les dijo que dejasen de intervenir en la agricultura, con lo cual sus agricultores quedaron expuestos a una devastadora competencia por parte de Estados Unidos y Europa. Sus agricultores habrían podido competir con los estadounidenses y los europeos, pero no con las subvenciones estadounidenses y europeas. No es de extrañar que las inversiones en agricultura en los países en vías de desarrollo desaparecieran y que el desfase alimentario se agravara.
Los que prodigaron este mal consejo no tienen que preocuparse de mantener un seguro contra demandas por negligencia. Los costes los soportarán los países en vías de desarrollo, en especial los pobres. Este año veremos un gran aumento de la pobreza, sobre todo si la medimos correctamente.
Dicho de manera más sencilla, en un mundo de abundancia, millones de personas en los países en desarrollo siguen sin poder pagar las necesidades nutricionales básicas. En muchos países, la subida de precios de los alimentos y la energía tendrá consecuencias especialmente devastadoras para los pobres, porque estos artículos constituyen una parte más elevada de sus gastos.
El enfado en todo el mundo es palpable. Los especuladores son blanco de buena parte de esa ira, lo cual no es sorprendente. Los especuladores sostienen que no son la causa del problema, sino que simplemente se dedican al "descubrimiento de precios", o en otras palabras, están descubriendo -un poco tarde para hacer mucho respecto al problema este año- que hay escasez.
Pero ésa es una respuesta poco honrada. Las expectativas de subida y volatilidad de los precios animan a cientos de millones de agricultores a tomar precauciones. Puede que ganen más dinero si guardan un poco de su grano hoy para venderlo más tarde; y si no lo hacen, no podrán pagarlo si la cosecha del año siguiente es menor de lo esperado. Un poco de grano sacado del mercado por cientos de millones de agricultores de todo el mundo se convierte en mucho.
Los defensores del fundamentalismo del mercado quieren achacar la culpa no a los fallos del mercado sino a los fallos del Gobierno. Cuentan que un alto cargo chino decía que el problema era que el Gobierno estadounidense debería haber hecho más por ayudar a los estadounidenses de rentas bajas con sus viviendas. Estoy de acuerdo. Pero eso no cambia los hechos: los bancos estadounidenses gestionaron mal el riesgo en una escala monumental, y esto tuvo repercusiones mundiales, mientras que los que dirigen estas instituciones se han ido con miles de millones de dólares como compensación.
Actualmente percibimos un desajuste entre los beneficios sociales y los privados. Pero a menos que estén escrupulosamente alineados, el sistema de mercado no podrá funcionar bien.
El fundamentalismo de mercado neoliberal siempre ha sido una doctrina política que sirve a determinados intereses. Nunca ha estado respaldado por la teoría económica. Y, como debería haber quedado claro, tampoco está respaldado por la experiencia histórica. Aprender esta lección tal vez sea un rayo de luz en medio de la nube que ahora se cierne sobre la economía mundial.
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