"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Los ases de la literatura viajera y su gran libro


Una selección de las obras indispensables de 16 autores que han dejado huella en el género desde el siglo XX, o prometen hacerlo

Fuente: EL PAÍS, Jacinto Antón 27/10/2007

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El peor viaje del mundo

Era un hombre sensible, frágil, medroso y con sentido del humor, y se metió en una de las peores aventuras de la historia de la exploración. Inevitablemente, su relato de aquella experiencia es una obra maestra. Apsley Cherry-Garrard (1886-1959) escribió El peor viaje del mundo (Ediciones B) tras haber formado parte de la trágica expedición de Scott al Polo Sur. El de Cherry, no obstante, no es el libro oscuro y desesperanzado que cabría esperar (aunque le atormentó siempre no haber salvado a sus camaradas y algunas páginas son tremendamente dramáticas) sino que está lleno de humanidad (como en sus retratos de Scott y Oates), humor, ironía y hasta una extraña y contagiosa joie de vivre. “La exploración polar es la forma más radical y al mismo tiempo más solitaria de pasarlo mal que se ha concebido”, escribe Cherry, que no obstante anima: “Vaya y explore”.

Annemarie Schwarzenbach

Muerte en Persia

"De errancias trata este libro, y su tema es la ausencia de esperanza". Así presenta la propia autora este librito tan pequeño y sin embargo tan enorme en emociones. Transcurre en Persia y es un "diario impersonal" con las experiencias de Schwarzenbach (1908-1942), el ángel devastado e inconsolable, la andrógina, lesbiana y melancólica viajera suiza de buena familia precipitada en los abismos del mal de vivre, los amores furtivos, las amistades peligrosas (Erika y Klauss Mann, entre otros), el alcohol y la morfina. Persia, con su "grandeza letal", sus paisajes (la evanescente cima del Demavent, Persépolis bajo la Luna), ejercía una enorme atracción sobre ella. En el libro (Minúscula), fragmentario y desordenado, con la belleza herida de un collar roto, la frontera entre el yo y el exterior se hace pedazos en un bellísimo caleidoscopio de sueños, ruinas y sufrimiento.

Freya Stark

La ruta de Alejandro

La gran dama del género, Freya Stark (1893-1993), que sufría una desfiguración a causa de un accidente de niña, fue una apasionada nómada (a los 77 años aún viajaba por el Himalaya) y una suerte de Lawrence de Arabia femenina -pionera en la exploración de Oriente Próximo, se involucró durante la II Guerra Mundial en labores de inteligencia para atraer a los árabes a la causa aliada-. En La ruta de Alejandro (Alba) siguió, con Arriano bajo el brazo, los pasos del macedonio por Turquía, describiendo el paisaje con su maravilloso estilo: "Celenes tenía ese aire enternecedor y frágil de los oasis fértiles, al pie de la altiplanicie barrida por los vientos, donde nada es lozano y domina una limpia austeridad, severa nodriza de la belleza". Stark deja a Alejandro camino de Gordio y de su destino. Y se le humedecen los ojos, en un momento de una hermosura inolvidable.

Wilfred Thesiger

Arenas de Arabia

"Es una tierra reseca e implacable que nada sabe de suavidad y facilidades". Thesiger (1910-2003) se refería a los desolados desiertos del sur de Arabia pero podría haber estado hablando de su alma. Pocas veces se ha dado una identificación tan grande entre un viajero y un paisaje como entre sir Wilfred, parco en afectos, y el Rub'al Kali, el Territorio vacío, el peor desierto del mundo, que atravesó dos veces con los beduinos entre 1945 y 1950. El explorador británico, presa toda su vida de un anhelo de libertad, camaradería tribal y autenticidad fuera de la civilización, y del impulso de "ir a donde otros no habían estado", narra de manera inolvidable su cruce de ese temible mar de dunas en Arenas de Arabia (Península), entre cuyas páginas se escucha el sonido único del roce de las patas de los camellos, "como pequeñas olas que lamieran la playa".

Jan Morris

Venecia

Junto a su enorme agudeza, sensibilidad y cultura, Jan Morris (1926) posee un rasgo que la hace única para escribir de viajes: ha estado en muchos lugares como mujer y como hombre (se hizo una operación de cambio de sexo). Venecia es uno de sus lugares favoritos y su personalidad se entrelaza con la de la Serenísima, "la leona solitaria, dorada con ojos de ágata", de una manera muy particular. El libro que le dedicó a la metrópolis anfibia, lo escribió cuando era un hombre, introduciendo cambios sustanciales luego. En sus páginas se espejea extraordinariamente la ciudad -esa vieja dama de esplendor malhumorado- con sus duxes, sus pintores y sus góndolas. Leer Venecia (Península) es como abrir un tesoro encantado de historias, anécdotas impagables, detalles preciosos y mascaradas. Un refinado carnaval de ingenio y belleza.

Colin Thubron

En Siberia

El registro de Thubron (1939) es como un elegiaco solo de violonchelo en la tundra glaseada de nieve. No es que no haya en sus libros momentos divertidos y enternecedores, vivencias peligrosas, encuentros excitantes, pero el poso que deja su lectura es una honda melancolía, la imagen de unos paisajes desolados en los que predomina una estética de lo mineral. Su prosa exquisita, insuflada de un hálito poético de conmovedora sobriedad, es palabras mayores en la literatura de viajes. En En Siberia (Península), Thubron encontró el mejor escenario físico y moral para su escritura, 16.000 kilómetros de un territorio en descomposición ensombrecido por un pasado de horror y un futuro desesperanzado. Increíblemente, pudo vagar a voluntad en ese mundo surreal, conjurando chamanes buriatos, momias escitas, a Rasputín o Dostoievski y el espanto del gulag.

Norman Lewis

Nápoles 1944

Norman Lewis (1908-2003) era un hombre entrañable. Lo que se dice una buena persona. Su mirada no tiene igual en la literatura de viajes porque está hecha de comprensión, humanidad, modestia y conciencia social. Sus libros, traten sobre la Amazonia o Indonesia, tienen una carga de denuncia de la explotación de las gentes y las tierras. Eso los hace aún más hermosos. El mejor de ellos (Muchnik Editores y Ediciones Folio) es el que relata sus singulares y a menudo hilarantes experiencias como oficial británico en Nápoles en 1944, atrapado en la telaraña de insólitas estrategias de una población reducida a la miseria. El choque cultural entre el militar que trata de poner orden y racionalidad y esa caterva (a la que acaba adorando) de viudas, scugnizzi, putas y bandidos, que se rige por supersticiones y extraños códigos y fidelidades, es de lo mejor que ha dado el género.

Bill Bryson

En las Antípodas

En 1967, una ola se llevó mientras paseaba por la playa al primer ministro de Australia. Noticias como ésta, no sólo asombrosas, sino de las que casi nadie se ha enterado, incitaron a Bryson (1951) a realizar su divertidísimo periplo por el país a finales de los noventa. Animado en buena manera por un interés casi morboso por las cosas que pueden hacerte daño en Australia, que, detalla, son muchísimas -desde la viuda negra australiana hasta el cocodrilo marino pasando por las medusas cofre-, Bryson recorrió el territorio y lo describió con perspicacia y sobre todo con un hilarante sentido del humor. El tono desenfadado no debe llamar a engaño: Bryson es culto, un extraordinario observador y muy hábil al seleccionar sus anécdotas. Uno de los momentos culminantes del libro (RBA) es el cara a cara con un equidna en un parque de Perth.

Bruce Chatwin

¿Qué hago yo aquí?

Rebelde, guapo, genial, malogrado, Chatwin (1950-1989) es el James Dean de la literatura de viajes. En la Patagonia es su libro más célebre, pero ninguno da testimonio de la amplitud de sus intereses y la variedad de su escritura y sus experiencias como ¿Qué hago yo aquí? (Península). Su relato del encuentro con Malraux -cara a cara de dos de los viajeros más automitificados de todo el siglo XX- y de la evocación de ambos de ese tercer fetichista de sí mismo que fue Lawrence de Arabia vale ya por todo el libro. Si sumamos los perfiles (¡Herzog y Kinski!), fragmentos, relatos -¿pero no es relato todo lo que escribió Chatwin?- y crónicas de viajes (incluido uno tras las huellas del yeti y el tan triste Un lamento por Afganistán), aparece el retrato completo de un escritor multifacético, cosmopolita y sofisticado, con un apetito insaciable de vida y de belleza.

Robert Byron

Viaje a Oxiana

Se ha dicho que Viaje a Oxiana (Península) es a los libros de viajes lo que Ulises a la novela y The Waste Land a la poesía. Ahí es nada. Chatwin, Leigh Fermor, Morris y Thubron han señalado la gran influencia que ejerció sobre ellos. Byron (1905-1941) -murió al torpedear su barco un submarino nazi)- era un joven gentleman educado en Eton, erudito, esteta, fondón y esnob, que se dio a los placeres del renovado Grand Tour. Se entusiasmó con la arquitectura islámica y a ella está consagrado Viaje a Oxiana, planteado como un diario y en el que Byron recorre de manera asombrosamente aventurera, visto su pedigrí -llega a "mear (sic) en el motor" para enfriarlo-, Persia, Afganistán y el Turquestán, describiendo gentes, paisajes y especialmente monumentos, algunos hoy desvanecidos como los Budas de Bamiyán, con una pasión contagiosa.

Lászlo E. Almásy

Nadadores en el desierto

Quizá no fuera el mejor explorador ni sus libros deban figurar junto a los de los más grandes escritores de viajes. Pero el conde Almásy (1859-1951) ha encendido nuestra imaginación -ayudado por El paciente inglés- y nos ha regalado la imagen imperecedera de un aviador navegando sobre las dunas anaranjadas. ¿No es eso más que suficiente? El destino le premió regalándole la metáfora real de las pinturas de los nadadores del Uadi Sora: bañistas representados en el corazón de la terrible sequedad del desierto libio. Buscó incansablemente, en automóvil y aeroplano, la legendaria Zerzura, la ciudad blanca escondida en un oasis fabuloso; rastreó, empapado de Heródoto, el ejército perdido de Cambises y se dejó conquistar por las inmensidades que trató de domeñar. Todo ello lo cuenta en este libro resplandeciente (Península). "Amo el desierto...".

Patrick Leigh Fermor

Entre los bosques y el agua

Paddy Leigh Fermor (1915) emprendió en 1933, siendo aún un arrogante aunque muy leído muchacho, un viaje a pie que había de llevarle a través de Europa hasta Constantinopla. Vio cosas maravillosas y conoció a gente insólita de un mundo que desaparecería poco después en un apocalipsis del que él mismo emergería como héroe. Años después convirtió aquel viaje iniciático en el que descubrió el arte, la vida y el amor en dos libros arrebatadores surgidos de la dorada alquimia del recuerdo y labrados con la prosa de un orfebre de las palabras. Entre los bosques y el agua (Península) es el segundo, el más bello, en el que recorre Hungría y Transilvania, viajando con cíngaros y nobles, pernoctando en castillos y pajares, intimando con campesinos y húsares. Un libro que nadie debería tener la desgracia de morir sin haberlo leído.

William Dalrymple

Desde el Monte Santo

El objetivo parecía descabellado: seguir la ruta de dos monjes ortodoxos medievales, Mosco y Sofronio, desde Constantinopla hasta el oasis egipcio de Kharga. El resultado es un libro genial: Desde el Monte Santo (Península), ya una obra de culto. El escocés Dalrymple (1965), autor de muy diversos intereses (véase su White Moghuls), sorprende desde el inicio en un monasterio del monte Athos, donde escudriña el manuscrito de los monjes errantes, revelando conexiones familiares con viajeros victorianos, erudición y un encantador sentido del humor, del que hará gala durante el trayecto. El escritor visita al gran Runciman antes de partir a un viaje de erudito peregrinar en el que encontraremos eremitas locos, un desfile de modelos en Santa Irene, una factura sin pagar de Lawrence de Arabia en un hotel de Alepo, la sombra de Kavafis y las ruinas de Oxirrinco.

Jordi Esteva

Los árabes del mar

Impulsado por un anhelo infantil, encontrar a los árabes del mar, los navegantes simbolizados por Simbad, el barcelonés Jordi Esteva (1951) viajó a la costa de Sudán. Allí sólo encontró rescoldos de aquel mundo soñado, el de los audaces marinos que surcaron en sus dhowns el Índico desde los puertos de Arabia y dominaron las rutas comerciales viviendo aventuras fabulosas. Pero su sueño no se apagó. Viajó de nuevo años después y se dedicó a recorrer los puertos desvanecidos de aquellos beduinos de las olas en pos de sus huellas. Visitó lugares legendarios como Zanzíbar, Mascate, Socotra y la costa de los Zenj, habló con viejos pescadores, y trabó insólitas amistades. Sus periplos, con un punto crápula a lo Monfreid, conforman este libro (Península) que mezcla aventura y nostalgia, quizás el mejor del género de viajes escrito jamás en castellano.

Redmon O'Hanlon

En el corazón de Borneo

¡Vaya viajes los de O'Hanlon! Redmon se ha ganado un lugar en el encogido corazón -y otros miembros- de los lectores masculinos con su dramática descripción del parásito fluvial que se introduce en el pene cuando orinas en un río amazónico. Fue a la Amazonia al reclamo de una droga indígena. Al Congo en busca del legendario Mokele-mbembe (un supuesto dinosaurio). Y a Borneo en el libro que nos ocupa (Anagrama) para contemplar al rinoceronte bicorne. En el fondo, excusas para pasarlo fatal y escribir unos libros divertidísimos en los que revela unos enormes conocimientos de las ciencias naturales y su historia. A Borneo le acompañó el poeta James Fenton. Ambos se entrenaron con los comandos británicos, lo que no les sirvió para defenderse de la lluvia, las sanguijuelas, los efluvios de la gran rafflesia y los horrores del palang, uy.

Nicolas Bouvier

Los caminos del mundo

Los suizos van a la estación pero no se marchan, sostenía Boris Vian. Equivocadamente, pues el espíritu nómada de la nación lo demuestran con creces Ella Maillart, Schwarzenbach o el infatigable Bouvier (1929-1998). Pocos autores han escrito reflexiones tan certeras sobre el hecho de viajar. El viaje como desaparición, como producto de la contemplación infantil de los atlas abiertos sobre la alfombra, como el lugar en el que las miradas se cruzan. Decía Bouvier que el viaje no se hace, "él te hace a ti (o te deshace)". En junio de 1953 partió de Ginebra. Turquía, Irán, India, el paso del Khyber... un año en ruta hasta llegar a Kabul. Eso es lo que cuenta en Los caminos del mundo (Península). Viajaba por carretera en un Fiat y la suya es una mirada sin estridencias, discreta, paciente, con un toque de escepticismo y hasta sanamente desilusionada.

1 comentario:

Gonzalo Muro dijo...

He terminado de leer Nápoles 1944 recientemente y tengo que decir que es un extraordinario libro en el que, con grandes dosis de humor e ingenio, se habla de las cosas horribles que supone una guerra.

De Bryson leí hace no mucho Historias de un gran país que es una recopilación de artículos remitidos a un periódico inglés al poco de regresar a los Estados Unidos después de vivir muchos años en Gran Bretaña. En estos artículos describe para sus lectores ingleses las incomprensibles vidas americanas, sus constumbres y su forma de entender la vida. En este caso también el humor y la ironía son el vehículo pefecto para una lectura apasionante.

Un saludo.