"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

sábado, 14 de febrero de 2009

Los confines de la ciudad sin confines. Estructura urbana y límites administrativos en la ciudad difusa. Oriol Nel.lo

«La llanura está triste y cansada y ya no se defiende. La llanura está triste y muerta, y la ciudad la devora.» Émile Verhaeren, poeta belga próximo al movimiento obrero y socialista, abría con estos versos su poemario más conocido. La obra, significativamente titulada Les villes tentaculaires, apareció en 1895; en sus páginas el autor retrataba —inquieto y fascinado a un tiempo— la progresiva disolución de la separación tradicional entre ciudad y campo. Hoy, un siglo más tarde, este proceso ha llegado en los países de la Europa Occidental2 a su estadio final.

En efecto, si la separación formal y jurídica entre ciudad y campo se rompió a partir de la Revolución francesa, las transformaciones económicas y tecnológicas subsiguientes han integrado física y funcionalmente el espacio hasta tal punto que las actividades económicas y las formas de vida urbanas se han esparcido sobre la totalidad del territorio. Así, «ciudad» y «límite» son hoy conceptos inconciliables y el territorio se ha convertido en la «città sconfinata» de la que nos han hablado algunos autores italianos.3 Una ciudad sin confines que, precisamente por carecer de ellos, no puede ser considerada ciudad en el sentido tradicional.

Ahora bien, este espacio ilimitado desde el punto de vista físico y funcional está lleno de límites desde el punto de vista social y administrativo. En efecto, por una parte, la extensión de la ciudad sobre el territorio no ha hecho desaparecer las viejas divisiones sociales del espacio, sino que más bien ha transformado su carácter y expresión. Por otra parte, al difundirse sobre el territorio, la realidad urbana ha saltado sobre los antiguos límites administrativos que, sin embargo, suelen perdurar; asimismo, las nuevas necesidades y problemas que la misma difusión comporta, han forzado la creación de nuevos entes de gestión, con delimitaciones propias, que difieren muchas veces de las preexistentes. Así pues, la ciudad difusa, la ciudad ilimitada, es también una ciudad fragmentada social y administrativamente hasta extremos que resultan, a menudo, inverosímiles. La paradoja se plantea así: la ciudad sin confines es, al mismo tiempo, la ciudad de los confines.

Explorar las razones y las consecuencias de esta paradoja es el objetivo de las páginas que siguen. El trabajo consta de la presente introducción y de cuatro apartados. En el primero se describe brevemente el proceso a través del cual se han venido a configurar las realidades urbanas contemporáneas. A continuación se exponen las dificultades para delimitar territorialmente, hoy y desde una perspectiva científica, estas realidades urbanas. Establecido este marco, se pasa en la tercera parte a analizar las causas y las implicaciones de la proliferación de divisorias y fronteras en los nuevos espacios urbanos.

Finalmente, en el cuarto apartado se trata de argumentar cómo, para controlar los problemas que el crecimiento difuso de la ciudad comporta, es necesario dotarse de un proyecto colectivo —político y urbanístico— que ordene su desarrollo; un proyecto que tendrá como requisito necesario (aunque no suficiente) la delimitación normativa de las realidades territoriales que resulte más ajustada a los intereses de la mayoría de la población.

II. La ciudad difusa: la ciudad sin confines

Decíamos que, en tiempos modernos, la diferenciación formal entre la ciudad y el campo se disuelve jurídicamente en Europa Occidental a raíz de la Revolución francesa y las convulsiones sociales y políticas subsiguientes. En vísperas de aquel gran estallido, la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert todavía definía la ciudad de la manera siguiente: «Ciudad, s. f. (arquit. civil) conjunto de muchas casas dispuestas en calles y cerradas por una cerca común, hecha ordinariamente de muros y fosos. Pero para definir una ciudad más exactamente, es un recinto cerrado por murallas que contiene diversos barrios, calles, plazas públicas y otros edificios».4 «Cerca común», «muros y fosos», «recinto»… todo en esta definición subraya el carácter cerrado de la ciudad. No es cierto, sin embargo, que ciudad y campo fueran en aquel momento compartimientos estancos y yuxtapuestos; al contrario, ya desde tiempos altomedievales mantenían, como explicó Henri Pirenne, un diálogo permanente y mutuamente transformador.5 Por otra parte, la definición, tan morfológica, de la Encyclopédie, podría ser enriquecida, sin duda, por muchas otras consideraciones sobre la estructura social, las funciones, la cultura e incluso la práctica urbanística de aquel período.6

Sin embargo, es a fines del siglo xviii cuando la relación entre ambas realidades empieza a experimentar una transformación radical y acelerada. La caída del Antiguo Régimen, con la abolición de las jurisdicciones señoriales y el establecimiento del principio de igualdad de los ciudadanos ante los poderes públicos, acabó con la diferenciación entre población urbana y población rural desde el punto de vista legal. Se facilitaba, de esta manera, la progresiva difusión de las relaciones de producción capitalistas sobre el conjunto del territorio. Así, en 1848, en el Manifiesto Comunista se podía ya dictaminar: «La burguesía ha sometido el campo a la dominación de la ciudad».7 Al mismo tiempo, el crecimiento concentrado de la población —fruto de la transición demográfica y de la revolución industrial— comportó una densificación extrema del espacio construido en el interior de las viejas murallas. Y éstas, empujadas, por una parte, por las necesidades higiénicas y la realidad social, y perdida, por otra, en gran medida su utilidad defensiva, pasaron a ser cuestionadas y finalmente —no sin dudas ni conflictos— derribadas. Acababa así el diálogo secular entre la ciudad y su muralla y desaparecía el principal elemento delimitador de ciudad y campo como dos realidades físicamente diferenciadas.8

Sin embargo, como ha explicado Lucio Gambi, de Napoleón a mediados de nuestro siglo la ciudad era todavía un espacio claramente diferenciable: un coágulo de actividades secundarias y terciarias en un mar de ruralidad. Pero con la generalización de los medios de comunicación modernos, la plena mecanización de la agricultura y la difusión de la industria y los servicios sobre el territorio, aquellos coágulos (aquellos escollos, dice Gambi) se han conectado entre sí para formar espacios vastísimos en los que predominan actividades y formas de vida urbanas. Se ha dado lugar así a los sistemas territoriales que han sido descritos con los conceptos de ciudad-región, ciudad-territorio, ciudad difusa.9

Ahora bien, estas nuevas realidades no son en modo alguno el resultado de una simple ampliación de los límites de la ciudad, sino más bien una consecuencia de la disolución misma de los conceptos tradicionales de ciudad y campo: «[…] No es que la ciudad, arracimándose con las vecinas haya venido a extenderse sobre un ámbito regional y haya ampliado a éste sus límites. El continuo del caserío, la dilatación de los módulos edificatorios de tipo urbano, el hecho de que la movilidad pendular haya ampliado extraordinariamente el diámetro en el que habitan aquellos que ejercen profesiones definidas como ur- banas, señalan la disolución, el desvanecimiento del concepto de ciudad que habíamos heredado de los siglos anteriores».10

Físicamente este proceso ha conocido, en los últimos cuarenta años, diversas fases que han sido bien estudiadas y descritas: del crecimiento de la ciudad «en mancha de aceite» (por simple agregación o ensanche sin solución de continuidad con el espacio construido preexistente) a la suburbanización (la aparición de periferias metropolitanas más o menos densas, a menudo sin solución de continuidad, como la ciudad central); de la suburbanización a la periurbanización (la integración en las dinámicas metropolitanas de los antiguos núcleos rurales); de la periurbanización a la rururbanización (la difusión de las dinámicas metropolitanas hasta los antiguos espacios rurales más alejados de los núcleos primigenios).11

El resultado de estas transformaciones ha sido: «[…] no solamente la creación de una suburbanización infinita, las así llamadas ‘edge cities’, y de megálopolis difusas, sino también convertir cada pueblo y cada rincón rural del mundo capitalista avanzado en parte de una compleja telaraña de urbanización que desafía toda categorización simple de la población entre ‘urbana’ y ‘rural’ en el sentido que antaño podía darse razonablemente a estos términos».12

En efecto, esta evolución ha dejado inservibles las viejas definiciones basadas en los umbrales de población y en las densidades relativas que ha sido, tradicionalmente, la forma más simple de identificación de la ciudad. La determinación de umbrales y densidades —aparte de su carácter necesariamente normativo—13 choca, en primer lugar, con la dificultad insuperable de la delimitación de las unidades territoriales de referencia. Por otra parte, la creciente movilidad de la población resta cada vez mayor sentido a los cálculos de densidades basados en la población censada: llevando la lógica de estos métodos hasta el límite, algunos centros urbanos terciarios casi desprovistos de población residente no podrían, paradójicamente, ser considerados ciudad; asimismo, estos cálculos esconden que muchas áreas «vacías» durante unos días a la semana —o unos meses al año— se encuentran «llenas» en otros.

Como consecuencia del proceso de urbanización al que nos referimos, el territorio, en países como el nuestro, se organiza en redes de relación. Redes espaciotemporales que lo articulan, lo integran y lo conectan con flujos de alcance continental y mundial. Se configuran así los actuales territorios en los cuales la distinción tradicional entre ciudad y campo, basada no ya en la densidad sino —como veremos a continuación— en la estructura económica, en el nivel de renta, en las formas de vida o en el acceso a los servicios ha dejado de ser operativa desde el punto de vista científico. La vieja dualidad ciudad-campo queda así relegada al ámbito interesante, pero poco mensurable, de las «construcciones del espíritu»: la percepción de los paisajes, el espacio vivido o las representaciones sociales. Nociones que, como se dirá, pueden sin embargo resultar importantes a la hora de diseñar un proyecto colectivo para la ordenación del territorio.

III. Los intentos de delimitación basados en criterios objetivos: poner puertas a la ciudad

Enfrentados a estas nuevas realidades, estudiosos y estadísticos han recurrido a diversos expedientes para tratar de definir aquello que puede ser llamado ciudad. Para ello han adoptado diversos criterios, cada uno de los cuales da lugar a una definición y una delimitación diferente del objeto de estudio. Según las variables utilizadas por los autores, las definiciones responden a cinco tipos de parámetros: el estatuto jurídico, las definiciones morfológicas, los espacios funcionales, la estructura económica y la jerarquía de los servicios.14

III.A. El estatuto jurídico

Partiendo de las delimitaciones administrativas existentes (municipio, commune, district…) se identifica una localidad y, en caso de superar un determinado umbral de población (10.000, 20.000 habitantes…), se la considera ciudad.15 A pesar de que resulta claro que las nociones de ciudad y municipio se han disociado definitivamente, este tipo de definición puede ser todavía útil, en algunos casos, para identificar la ciudad central de los sistemas metropolitanos: el núcleo donde tradicionalmente se han concentrado las funciones de jerarquía más alta, donde se encuentran los principales monumentos simbólicos y donde se genera, en buena parte, la imagen de toda la metrópolis.

Un ejemplo de compilación de estadísticas urbanas basada en este criterio es el estudio Giant Cities of the World, realizado en el Instituto de Estudios Metropolitanos de Barcelona por encargo del Fondo de las Naciones Unidas para Actividades de la Población a finales de los años ochenta.16 Se trata de un repertorio estadístico que ofrece información referida a los municipios centrales de las 108 mayores conurbaciones del planeta, y —cuando tienen realidad como ámbito administrativo o estadístico— también de las respectivas áreas metropolitanas.

Los defectos de este tipo de definición son, sin embargo, evidentes: no se trata ya de que las formas de vida urbana o las relaciones funcionales crucen claramente los límites administrativos, sino que en muchos casos incluso es el mismo espacio construido lo que se extiende sobre diversas unidades administrativas, evidenciando de forma palmaria la continuidad del fenómeno urbano por encima de las demarcaciones jurídicas.17

III.B. La continuidad del espacio construido

Los fundamentos del segundo grupo de ejercicios de delimitación son, precisamente, las consideraciones morfológicas. Así, se trata de determinar —a partir de la interpretación de la cartografía, la fotografía aérea o la imagen satélite— la extensión sobre la cual el espacio construido se sucede sin solución de continuidad. Es este un criterio cuya principal virtud reside en la sencillez y en su fácil generalización en contextos diversos, que posibilita su aplicación por encima de las peculiaridades del ordenamiento administrativo y la especificidad de los sistemas estadísticos. Un intento reciente de delimitación de las ciudades europeas a partir de criterios morfológicos es el Atlas of European Agglomerations, compilado por NUREC.18 En él se delimitan cerca de 300 aglomeraciones urbanas de los países de la Unión Europea, aplicando los criterios morfológicos con las concreciones siguientes:

a) Para quedar integrado en una misma aglomeración de espacio construido no debe presentar soluciones de continuidad superiores a los 200 metros de suelo no urbano; b) Cuando el 50% de la población de un municipio se encuentra en el interior de un continuo se engloba en este el municipio entero; c) Es preciso un umbral mínimo de 100.000 habitantes para tomar la aglomeración en consideración.

Diversos centros de estudio y servicios estadísticos europeos se proponen avanzar en proyectos similares.19 Ahora bien, resulta clara de nuevo la incapacidad de este tipo de ejercicios para abrazar la complejidad del fenómeno urbano contemporáneo: hoy las dinámicas urbanas integran funcionalmente espacios construidos que no tienen continuidad física entre ellos y, a menudo, se encuentran incluso a muchos kilómetros de distancia. Por otra parte, la creciente reivindicación de los espacios abiertos (los parques naturales, los espacios fluviales, las reservas de suelo) como elementos estructurales y estructurantes de la ciudad casa mal con este tipo de definición, basada, sobre todo, en el espacio construido.

III.C. Las áreas funcionales

La delimitación de las realidades urbanas atendiendo a criterios funcionales de movilidad parte, en cambio, de la definición del espacio urbano como una red de relaciones. En efecto, la movilidad de las personas, el movimiento de las mercancías y los flujos de información tejen redes sobre el territorio, integrando espacios que, como decíamos, no tienen a menudo continuidad física. Estas redes presentan distintas intensidades de flujo en cada una de las partes de su malla. Así, si se toma el grado de interrelación entre dos áreas como indicador de pertenencia a una misma realidad urbana (y se hacen coincidir los puntos más bajos de interrelación con los puntos de ruptura) se pueden delimitar espacios urbanos a partir del estudio de las redes de relación.20

Sin embargo, esta delimitación es también necesariamente problemática, ya que cada función urbana (la movilidad laboral, los desplazamientos por compras, los intercambios de mercancías) tiene un espacio (o espacios) propio que, además, varía en el tiempo. La ciudad, pues, más que una red, es una red de redes de geometría variable. Las delimitaciones funcionales han de ser por lo tanto necesariamente restrictivas y suelen tomar en consideración una sola función. Las más habituales son las referidas a la movilidad laboral, la cual es utilizada en los Estados Unidos como uno de los criterios estadísticos de delimitación de las áreas metropolitanas desde los años cincuenta.

En Europa, los trabajos más conocidos son los dirigidos, respectivamente, por Paul Cheshire y Leo van den Berg, que han llevado a la definición de las Functional Urban Regions, utilizadas a menudo en los estudios comparativos sobre la red urbana europea.21

III.D. La estructura económica y las formas de vida

Existe aún la posibilidad de delimitar áreas urbanas en función de la estructura económica y/o los hábitos y condiciones de vida de la población. Por lo que se refiere a la estructura económica, se suele asociar la presencia de un alto porcentaje de población activa en el sector primario a ruralidad. Asimismo, se ha afirmado que la existencia de bajas rentas medias per cápita, la dificultad de acceder a determinados servicios y la persistencia de ciertos hábitos y estructuras familiares serían indicadores de ruralidad.

Sin embargo, la mecanización de la agricultura y la integración del territorio han comportado que, en el conjunto de Europa Occidental, muchas áreas consideradas tradicionalmente como rurales se hayan convertido en vastas áreas de servicios, con un porcentaje bajísimo de población activa agraria y una preponderancia absoluta de la ocupación terciaria.

De la misma forma, los niveles de renta de las áreas consideradas rurales se han diversificado y los hábitos, valores y condiciones de vida tienden claramente a homogeneizarse con los del resto del territorio.22 Estos indicadores han perdido así buena parte de su utilidad y si se utilizan es, en todo caso, como complemento de otras variables de tipo físico o funcional.

Hay, sin embargo, una aproximación más rica y sutil que la estructura sectorial a la hora de tratar de definir la ciudad desde una perspectiva económica: su consideración como artefacto productivo complejo que gracias a la acumulación de actividades permite aumentar la eficiencia y reducir los costes.

Estas externalidades positivas generadas por la ciudad se derivarían no sólo de la proximidad física —que permitiría ahorrar costes de transporte e intermediación— sino que procederían sobre todo de la difusión entre individuos y empresas de un determinado know-how colectivo, de un conjunto de técnicas y de ideas que se transmiten y mejoran continuamente. Es el «aire de la ciudad» de que habló Alfred Marshall: «Cuando una industria ha escogido una localidad para asentarse, es probable que se quede en ella largo tiempo: así de importantes son las ventajas que los que practican el mismo oficio calificado derivan de su mutua vecindad. Los misterios del oficio dejan de ser misterio. Es como si flotaran en el aire y los niños aprenden inconscientemente muchos de ellos».23

Y es a partir de aquí que Andreu Mas Colell afirma: «El fondo de comercio de una ciudad bien formada yace en la urdimbre interactiva de su capital humano, en el aire de la ciudad. Los portadores de habilidades específicas se atraen entre sí y se apoyan mutuamente de tal forma que hace difícil que la estructura global se tambalee por el flujo y reflujo de las decisiones individuales. Estas serían en definitiva las razones de la solidez inherente de las ciudades. Es una concepción económica del hecho ciudad que, me atrevo a pensar, mantiene cien años después su validez básica».24

Ahora bien, la ciudad compacta ha ido perdiendo progresivamente la exclusividad en la generación de este tipo de dinámicas económicas. Más aún, los estudios que sobre la base de estos conceptos se han realizado en Europa (a partir sobre todo del trabajo seminal de Arnaldo Bagnasco para la Terza Italia)25 muestran, precisamente, que hoy en muchos casos estas dinámicas se desarrollan mejor en ámbitos de poblamiento relativamente difuso, con una alta presencia de pequeñas y medianas empresas, que en los grandes centros metropolitanos surgidos de la producción fordista y la gran empresa. Hoy, la ciudad del «distrito industrial» tiende a ser también un espacio urbano extendido sobre el territorio y de límites flexibles.26

iii.E. Los servicios y su jerarquía

Finalmente, desde la perspectiva no ya de la producción sino del consumo se ha querido definir e identificar la ciudad en relación a los equipamientos y servicios. Así, la jerarquía de las funciones que radican en un territorio (por ejemplo, el nivel de especialización y diversificación de los servicios) ha sido a menudo empleada, a partir de los trabajos de Walter Christaller y sus seguidores, como criterio para fijar el umbral a partir del cual una localidad puede ser considerada ciudad y cuál es su ámbito de influencia.27

La relación de este tipo de definición con el de áreas funcionales de movilidad es evidente y su crítica ha de responder necesariamente a las cuestiones planteadas más arriba. En efecto, por un lado —como ya se ha dicho— cada función se asocia a un ámbito diverso, de manera que habría, en principio, tantas delimitaciones posibles como funciones presentes. Y, por otro lado, el desarrollo de las comunicaciones y las telecomunicaciones ha debilitado los vínculos unívocos de jerarquía, en el sentido que un mismo territorio depende hoy de una multiplicidad de centros.

Así, como ha explicado Giuseppe Dematteis, las nuevas tendencias localizativas de equipamientos y servicios implican que, a escala local, los centros de un sistema urbano «tienden a sustituir las relaciones de dependencia jerárquico-funcional por relaciones de complementariedad».28 Se habría pasado así de las redes christallerianas jerárquicas, basadas en localidades centrales de carácter puntiforme, a sistemas urbanos reticulares, los cuales, si son considerados «en su conjunto, permiten encontrar la composición funcional completa que el modelo christalleriano atribuye al centro de orden más elevado comprendido en la red».29 Estas redes podrían ser, al menos teóricamente, delimitables atendiendo a su nivel de autocontención. Pero el estudio de la realidad nos devuelve al punto de partida: «…En los hechos, una delimitación tal [la de los sistemas urbanos reticulares] es mucho más problemática. En las realidades territoriales más evolucionadas, como en la franja media de la Lombardía, las «retículas» tienden a fundirse entre ellas en una trama continua que hace casi imposible su delimitación territorial».30

Vemos pues que los cinco grupos de criterios analizados (jurídicos, morfológicos, funcionales, económico-productivos y de servicios) presentan —a pesar de las virtudes inherentes a cada uno de ellos— importantes problemas en su utilización como instrumentos taxativos para la delimitación urbana. No hace falta decir que estos grupos de criterios pueden aún combinarse entre ellos dando lugar a definiciones más complejas del espacio urbano. Entre éstas la más conocida es la definición de las Standard Metropolitan Statistical Areas en los Estados Unidos de América, definición que combina elementos de orden jurídico-administrativo, demográfico, morfológico y funcional.31 Pero por más que aumentemos la complejidad técnica de la definición,32 un hecho se mantiene inmutable: la discusión sobre los límites urbanos es hoy una cuestión irresoluble de forma unívoca desde una perspectiva científica.

Podríamos, claro está, circunscribir normativamente el problema y delimitar el espacio a través de criterios parciales como los que se han descrito. Con ello tendremos ámbitos operativos y útiles, quizás, para el tratamiento de determinadas cuestiones (el planeamiento urbanístico, la gestión de los transportes, la recaudación de tributos…). Pero, como hemos escrito en alguna otra ocasión, estos ámbitos no responderán a lo que la ciudad es, sino a aquello que, de acuerdo con nuestros intereses y objetivos, queremos que la ciudad sea.33

A nuestro entender, pues, más que tratar de definir la ciudad en abstracto, lo importante es entender el proceso de urbanización. David Harvey lo plantea en estos términos: «Pienso que es importante reconceptualizar la cuestión urbana no como el problema de estudiar unas entidades casi naturales, llámense ciudades, suburbios, zonas rurales o lo que sea, sino como algo de esencial importancia en el estudio de procesos sociales que producen y reproducen espaciotemporalidades que son a menudo de tipo radicalmente nuevo y distinto».34 Así, «…El proceso de urbanización ha de ser entendido no en términos de una entidad socio-organizativa llamada «la ciudad» (el objeto teórico que tantos geógrafos, demógrafos y sociólogos erróneamente suponen), sino como la producción de formaciones espaciotemporales específicas y muy heterogéneas imbricadas dentro de distintos tipos de acción social».35

Enfocar el tema desde este punto de vista permite subrayar el carácter histórico de las formaciones espaciales y superar el debate sobre la relevancia de la cuestión urbana que ha ocupado por más de veinte años a buena parte de la sociología crítica contemporánea.36 Podremos así concluir que la dualidad campo/ciudad estaba asociada, como toda formación espacial, a determinadas estructuras sociales y a coyunturas históricas concretas. Aquellas coyunturas han desaparecido y continuar utilizando esta dualidad como categoría de descripción y análisis es un anacronismo: sería como obstinarse en mantener la vieja división sectorial de Colin Clark para analizar la estructura económica de la sociedades contemporáneas.

En el tiempo de la ciudad difusa, ¿qué utilidad puede tener, pues, el concepto de ciudad? Puede ser útil ciertamente como instrumento para el análisis histórico, es decir, para el estudio de las formaciones sociales preexistentes cuyo legado condiciona y mediatiza las transformaciones hoy en curso. Más adelante trataremos de demostrar también el interés del concepto para el diseño de proyectos sociales y políticos de futuro. Pero, como se ha tratado de explicar, en el análisis de la sociedad contemporánea aquello que resulta fundamental no es la definición de la ciudad en abstracto sino la comprensión del proceso de urbanización en una doble vertiente: por un lado, a partir del examen de los procesos sociales que impulsan —y son impulsados por— el proceso de urbanización; y, por otro lado, con el estudio de las repercusiones de este proceso sobre el conjunto del territorio. Como hemos visto, una de las principales de estas repercusiones es, en la actualidad, la integración del espacio a través de redes de relación (de producción, de intercambio, de consumo) cada vez más complejas. La utilidad del concepto «ciudad difusa» es, precisamente, la de definir un momento en este proceso histórico: aquel en el que las redes de relación abarcan ya la totalidad del territorio y hacen, de todo el territorio, ciudad.

iv. la ciudad difusa: la ciudad de los confines

Ahora bien —«fair is foul, and foul is fair»— esta ciudad difusa, esta ciudad indelimitable y sin confines, es también la ciudad de los confines. Confines y divisorias que son, en primer lugar, sociales y funcionales y, en segundo lugar, políticas y administrativas.

En efecto, contra aquello que alguna vez se ha afirmado, el paso del crecimiento intensivo al desarrollo extensivo del espacio urbano no se traduce necesariamente en una mayor igualdad de oportunidades para los ciudadanos a la hora de acceder a la renta, los equipamientos y los servicios. Es cierto que el proceso de difusión de la ciudad sobre el territorio puede tener en este campo efectos que resultan sin duda positivos. Los principales de entre ellos son la disminución de las densidades en las áreas urbanas centrales y la progresiva homogeneización relativa en la dotación de lugares de trabajo, equipamientos, infraestructuras y servicios sobre el territorio.37 Ahora bien, diversos autores han creído ver detrás de este proceso no una desaparición de las tendencias hacia la especialización funcional y la segregación social en los espacios urbanos sino el mantenimiento de éstas bajo nuevas formas.38

Tomemos, por ejemplo, el caso del poblamiento. Como es sabido, uno de los rasgos característicos de la difusión de la ciudad sobre el territorio es la salida de contingentes significativos de población desde las áreas más densas y pobladas de los sistemas urbanos hacia áreas vecinas de poblamiento más difuso. Este fenómeno —como se ha dicho— comporta una disminución de las densidades en las áreas centrales que, en principio, puede ser considerada un requisito para la mejora de las condiciones de vida en muchas metrópolis europeas y, en particular, mediterráneas. Ahora bien, al ser reguladas en buena parte por el filtro de los mercados del suelo y la vivienda, estas migraciones no afectan a todos los grupos sociales por igual. Así, quienes se desplazan son, sobre todo, jóvenes con niveles de ingresos y formación superiores a la media y con capacidad de satisfacer sus necesidades de vivienda fuera de las áreas centrales. El efecto de esta salida de grupos medios es fácil de colegir: si las antiguas periferias metropolitanas ven aumentar, en términos generales, su renta media per cápita, la ciudad central ha de enfrentarse a los riesgos de la polarización social. Las viejas divisorias sociales en grandes unidades (centro vs. periferia metropolitana) dan paso así a un calidoscopio mucho más complejo donde las barreras no desaparecen sino que se multiplican, encerrando ahora unidades más pequeñas. Unidades en las que, a menudo, la tradicional segregación por motivos de renta se ve reforzada por la estructura de edades y la composición étnica de la población.39

De la misma manera, es evidente que actividades productivas y servicios se difunden hoy sobre el territorio. Esto tiene también, sin duda, efectos positivos: la dispersión de la ocupación sobre el territorio y la homogeneización relativa en la dotación de servicios. Ahora bien, estos movimientos no afectan por igual a todas las actividades económicas y son distintos los comportamientos de la industria de alto y bajo valor añadido, del terciario estratégico y de los servicios a las personas. Así, el territorio de la ciudad difusa, además de conocer nuevas formas de segregación social, presenta nuevos tipos de especialización funcional.40

No es este el lugar para analizar las consecuencias de estas tendencias (la aparición de nuevas jerarquías urbanas, el consumo de suelo, la exacerbación de la movilidad...). Si las mencionamos es para recordar, con Francesco Indovina, que al estudiar los problemas de la ciudad difusa «no es indiferente, en modo alguno, analizar qué es lo que se difunde y qué es lo que se concentra». Y, sobre todo, para mostrar cómo las viejas barreras (límites, confines...) perduran en la nueva realidad urbana bajo formas diversas.41

En este contexto, la fragmentación de los espacios urbanos en un gran número de niveles y unidades administrativas es, al mismo tiempo, causa y reflejo de las divisiones económicas y sociales. En efecto, como se enunciaba al inicio, la difusión de las dinámicas urbanas sobre el territorio ha comportado la incorporación en un mismo espacio urbano de una multitud de unidades administrativas, correspondientes a entidades de poblamiento que habían tenido una vida relativamente autónoma. Por otra parte, la creciente complejidad de la gestión de los servicios y equipamientos urbanos ha conllevado en muchos lugares la creación de estructuras administrativas sectoriales ad-hoc. Finalmente, en diversos países se ha favorecido conscientemente —por razones políticas: para aplicar determinadas políticas e imposibilitar otras— la fragmentación administrativa de los ámbitos metropolitanos.42

Años atrás estudié la estructura administrativa de las grandes ciudades en los Estados Unidos de América;43 me admiraba entonces al ver que en el interior de una misma SMSA se encontraban centenares, y en ocasiones hasta algún millar, de unidades administrativas: 531 en Nueva York, 698 en Pittsburgh, 1.172 en Chicago... Hoy la realidad de las regiones metropolitanas de París, Milán o Barcelona (esta última con 204 entes locales pertenecientes a 5 niveles administrativos sobre un exiguo territorio de 3.200 km2) no se encuentra ya tan lejos del modelo norteamericano: en la mayoría de los casos, la ciudad europea de hoy es, desde el punto de vista administrativo, un espacio triturado, opaco y conflictivo.44

El impacto de la fragmentación administrativa de la ciudad sobre las dinámicas urbanas ha sido objeto, como es bien sabido, de una abundantísima literatura. El mecanismo básico fue enunciado ya hace años por Ronan Paddison: «A priori, cuanto mayor sea el número de límites jurisdiccionales en una determinada área, más fácil será que las externalidades positivas y negativas se ‘escapen’ a través de las unidades administrativas».45

En efecto, la proliferación de unidades administrativas se traduce a menudo en la existencia de diversas presiones fiscales en espacios urbanos contiguos. Esto, en principio, posibilita que en el momento de definir su lugar de residencia los ciudadanos (y las empresas) puedan escoger entre distintas «ofertas» de impuestos y servicios locales.46 Ahora bien, es sabido que la posibilidad de escoger residencia está condicionada por diversos factores, el primero de los cuales es, sin duda, la renta disponible. Así, las familias con más capacidad económica podrán establecerse en municipios socialmente homogéneos donde, a cambio de una presión fiscal relativamente baja, disfrutarán de buenos servicios y equipamientos locales, sin perder, al mismo tiempo, la posibilidad de gozar de servicios de ámbito metropolitano típicamente localizados en el municipio central del área urbana. Es el tema de los «free riders», ampliamente estudiados sobre todo para las realidades anglosajonas.47

De la misma forma, empresas y corporaciones se pueden valer de la fragmentación administrativa para conseguir de unas autoridades locales en competencia entre sí mejores servicios a cambio de impuestos más bajos, sin que la capacidad de éstas para captar el retorno en favor de la comunidad local resulte siempre evidente. Así, la configuración del mapa administrativo de la ciudad tiene repercusiones también sobre la distribución de las rentas entre capital y trabajo. Tal como escribió Ann Markusen: «Si los intereses capitalistas consiguen transferir diversos costes de producción hacia el presupuesto local y escapan a los impuestos que hace falta pagar por ellos, pueden ampliar con éxito sus beneficios a expensas de los asalariados. Esto tiene la apariencia de una pugna sobre los recursos para el consumo colectivo y no sobre los retornos de la producción, pero es esencialmente el mismo conflicto. En vez de acontecer en el interior de la empresa, el conflicto tiene lugar en la arena política local».48

Las muestras de cómo la fragmentación administrativa acompaña y favorece las divisorias sociales en la ciudad difusa podrían alargarse más y más: con los problemas que ésta plantea para el planeamiento urbanístico integrado, con las dificultades que pone para la práctica de políticas sociales redistributivas en un mismo espacio urbano, con la dinámica que imprime a la política local, etc. La especialización funcional, la segregación social y la fragmentación administrativa se alimentan mutuamente para levantar y reforzar un laberinto de confines en la ciudad sin confines.

v. la ciudad ilimitada y la ciudad futura

Las consecuencias de la paradoja que hemos explorado sobre la calidad de vida de la población no son, en modo alguno, insignificantes. La indefinición de los límites de los espacios metropolitanos y la proliferación de divisiones administrativas en su interior contribuyen poderosamente, como hemos visto, a las tendencias espontáneas de diferenciación social de los espacios urbanos. De ello se derivan también dificultades para la financiación, la coordinación administrativa y el diseño de un planeamiento urbanístico efectivo. Estas dificultades comportan, a su vez, problemas para hacer frente a los desafíos funcionales y a las dificultades para la sostenibilidad ecológica que las nuevas formas de desarrollo urbano plantean. Otros costes son aún los que se derivan de la pérdida de eficiencia administrativa y legitimidad democrática de unos entes locales que se corresponden cada vez menos con el espacio de vida de los ciudadanos.

Así, administrativamente fragmentada, la ciudad difusa es no sólo la red relacional de la que hemos hablado, sino también una malla apta para capturar a los más débiles mientras permite escapar a los poderosos. Los versos de la obra en la que Bertolt Brecht representó —como en una parábola— el ascenso y la caída de la ciudad capitalista vienen aquí a la memoria:

«¡Fundemos una ciudad, en este lugar,

y se llamará Mahagonny,

que significa «Ciudad-red»!

Será como una red

tendida a todos los pájaros comestibles.»

Para aprovechar las potencialidades y hacer frente a los problemas que el desarrollo difuso de la ciudad plantea hay que superar esta situación. Y hay que superarla dotándose de un proyecto colectivo capaz de ordenar el desarrollo urbano en beneficio de la mayoría de la población.49 En otros lugares, he tratado de enunciar cuáles deberían ser, a mi entender, las principales líneas de un proyecto de este tipo.50 No nos detendremos en ello ahora. Recalquemos sólo que de lo que se trata es de afirmar —frente a los espacios urbanos ineficientes, segregados e insostenibles que se derivarían de una actuación irrestricta de los agentes privados— la necesidad de un diseño, un planeamiento y una estrategia colectiva. Diseño, planeamiento y estrategia que deben ser tanto sociales y económicos como ambientales y urbanísticos.

Faltos de este diseño colectivo, democráticamente definido y aplicado de acuerdo con los intereses mayoritarios, nuestros espacios urbanos no serán ciudades. Serán, más bien, mosaicos de parcelas social y funcionalmente especializadas, yuxtapuestas sin otro principio ordenador que el de la renta urbana y el privilegio social. Conformarán así conjuntos inviables desde el punto de vista ecológico, inmanejables desde el punto de vista funcional y conflictivos desde el punto de vista social. El desarrollo reciente de algunas de las grandes áreas urbanas de los Estados Unidos de América provee indicios respecto hacia dónde puede conducir, en una sociedad avanzada, un desarrollo urbano de este tipo, sometido de forma abrumadora al dictado de los intereses privados:51 huérfanos de un proyecto colectivo que los regule, los espacios urbanos devienen conjuntos en los cuales la vida en común, que ha sido el legado más positivo de la ciudad, se hace imposible.

La ciudad ilimitada sólo será, pues, ciudad si incorpora un proyecto de ciudad futura. «Città futura» en un sentido gramsciano, es decir, un proyecto de transformación social en beneficio de la mayoría de la población. Este proyecto, como decíamos, no puede centrarse solamente en la transformación física de la estructura urbana. Si hemos definido más arriba la ciudad como el resultado de un proceso —como la expresión física de un momento histórico del proceso de urbanización—, resulta claro que para mejorarla hay que actuar sobre los mecanismos que se encuentran en la base de este proceso. La transformación física del espacio es un factor importante en este proyecto de mejora, ya que, como hemos visto, la configuración del territorio es al mismo tiempo elemento resultante y elemento condicionante de los procesos sociales que en él tienen lugar; es decir, que en el espacio, «las formas creadas […] se vuelven creadoras».52 Pero además de actuar sobre la forma urbana se deberá intervenir también, y quizás en primer lugar, en otros campos decisivos, y, en particular, sobre la organización de la producción y el consumo.

Uno de los principales requisitos para dotarse de un proyecto de este tipo es adaptar las estructuras políticas y administrativas a los requerimientos que las nuevas dinámicas territoriales y sociales plantean. Esto debe hacerse —se está haciendo ya en algunos casos— a todas las escalas: de la planetaria a las continentales, las regionales y las locales. A escala grande —sobre territorios pequeños, pues—, el reto principal es dotar los espacios urbanos de mecanismos de gobierno democrático que, sin destruir las identidades locales ni anular la riqueza que se deriva de las prácticas sociales, permitan planificar y gestionar unidades significativas del territorio, regiones metropolitanas enteras.

Y para establecer estos mecanismos de gobierno se debe proceder necesariamente a delimitar espacios urbanos. Esta delimitación no debe, a nuestro entender, tratar de recrear las desaparecidas barreras entre ciudad y campo. Hemos visto cómo, a lo largo de la historia «[…] la ciudad existe en tanto que hay una no ciudad que la rodea, creada por ella misma con tanta o más precisión que el espacio central, la ciudad negada, periferia, borde, alfoz, suburbano, arrabal o extramuros. La línea que separa estos dos espacios señalando el ‘hasta dónde’ y ‘desde dónde’ de sus normas, leyes y ordenanzas, resume mejor que ningún otro elemento la idea de ciudad deseada, al excluir o rechazar de forma expresa lo que en cada momento […] se considera como no ciudad».53 Pues bien, en tiempos de la ciudad difusa, es decir, cuando las dinámicas urbanas integran todo el territorio, los límites administrativos no deben separar ya «ciudad» y «no ciudad», sino espacios urbanos centrífugos (formados por espacios construidos y espacios abiertos, por áreas centrales y áreas periféricas, por sistemas generales y sistemas locales) a los que el sustrato histórico, las dinámicas sociales y la escala de las intervenciones aconsejan dotar de distintos proyectos de «ciudad deseada». Una delimitación de este tipo, como resulta de aquello que se exponía en los apartados anteriores, ha de ser forzosamente normativa, voluntaria. Es difícil expresarlo mejor que José Manuel Naredo: «Recalquemos que la delimitación y la relación entre lo de ‘fuera’ y lo de ‘dentro’ de ese espacio pretendidamente ordenado que es la ciudad, no son el resultado de ninguna evidencia geométrica o territorial concreta, sino de las propias ideas de los ciudadanos. Y siendo la ideología el vehículo espontáneo de nuestro pensamiento y de buena parte de nuestras reacciones, hemos de someterla a reflexión, si queremos modificar sus incidencias territoriales. Pues ya hemos apuntado que no basta para ello con recurrir a ese pensamiento dirigido que es la ciencia, mientras permanezca prisionero del statu quo mental e institucional que se trata de modificar».54 Es decir, para hacer frente a los retos planteados por el desarrollo de la ciudad difusa hace falta un proyecto colectivo, y este proyecto ha de incorporar necesariamente —como premisa, como medio y como resultado— una delimitación del espacio urbano.

Ahora bien, como hemos visto, esta delimitación no se deriva hoy fácilmente de las dinámicas territoriales. No importa: es bien sabido que ya los romanos diferenciaban entre urbs (el espacio construido de la ciudad) y civitas (la organización social y política). Será necesario, pues, hacer un ejercicio de geografía voluntaria. Un ejercicio de reflexión y acción colectiva en el que la mayoría de los ciudadanos, de acuerdo con sus intereses y su espacio de vida, establez- can los límites dentro de los cuales quieren desarrollar un proyecto de vida urbana en común.

La existencia de intereses sociales contrapuestos y, a menudo, contradictorios hará que esta definición —como la de cualquier delimitación administrativa— sea problemática y, eventualmente, conflictiva. Toda división administrativa del territorio —con su correspondiente ordenamiento de competencias y funciones— implica una visión y un diseño de futuro, un proyecto político. Establecer pues un determinado ordenamiento implica no sólo delimitar el territorio sino también delimitar las opciones de desarrollo futuro.

Para beneficiar a la mayoría de la población, esta doble delimitación —física y política— deberá hacer posible, como mínimo, la vertebración del espacio urbano, la defensa del derecho de todos los ciudadanos a disfrutarlo, su eficiencia funcional y su calidad ambiental. Y al mismo tiempo, esta definición de límites no deberá implicar, en modo alguno, la imposición de barreras que quieran hacer de cada espacio urbano un ámbito cerrado sobre sí mismo, un marco excluyente e insolidario; al contrario, en un contexto planetario cada vez más integrado, todo nuevo proyecto urbano habrá de asegurar la apertura del territorio que abarca, facilitando la convivencia de los ciudadanos en la diversidad y promoviendo la integración y cooperación con otros territorios a todos los niveles de escala.

La difusión y aceptación —por lo menos teórica— de los principios de representatividad, solidaridad, federalización y subsidiariedad como bases para el ordenamiento administrativo son elementos que apuntan, en principio, en la buena dirección. Sin embargo, sería necesario un gran impulso colectivo para imponerlos y concretarlos, y su implantación deberá producirse, para ser efectiva, en el contexto de una transformación progresiva del conjunto de mecanismos en los que se ha basado, hasta ahora, el proceso de urbanización. Sólo si existe este impulso colectivo podremos, en el futuro, hablar propiamente de ciudades en un mundo de ciudades. Esta es la razón por la cual, a mi entender, hay que dar nuevos confines a la ciudad sin confines.

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