Por Pablo Castagnari F
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/futuro/13-1207-2005-06-20.html
Podría pensarse que es casi tan antiguo como el tiempo, aunque sólo la Modernidad convirtió al reloj en uno de sus fetiches emblemáticos.
Si el hombre naciente de los siglos XV y XVI dejaba atrás el aislamiento medieval y se pretendía universal, su mundo no podía ser distinto al de sus pares, o por lo menos así debía ser concebido.
Cuando vivir el mismísimo instante en cualquier lugar del planeta devino necesidad, allí estuvo él para sentenciar de qué instante se trataba, y para asegurar que luego sobreviniera otro similar y otros tantos más y más y que así ocurriese por siempre. El tiempo no se detiene, y bueno sería entonces que el reloj tampoco lo haga. Por el contrario, el más preciso de ellos, el reloj atómico, que cumple por estos días sus primeros cincuenta años, puede resultar hasta obsesivo: se espera que su desarrollo en la próxima década desmenuce lo que hoy se conoce como “segundo” en fracciones tan elementales como para evitar descalabros cronológicos por los próximos 15 mil millones de años, sólo un número si no fuera porque se trata de la vida entera que le queda por recorrer al universo, según estima buena parte de la comunidad científica.
Herederos de los avances de la física cuántica en las primeras décadas del siglo XX, los ingleses Louis Essen y John Party se alzaron con los logros científicos. Sin embargo, en 1955, en el Laboratorio Nacional de Física de Inglaterra se gestó un clima de época, que entre sus objetivos tenía uno poco modesto y que aún hoy mantiene su vigencia: comprender verdaderamente qué es un segundo.
Brechas temporales
De agua, sol o arena, de péndulo o de cuarzo, de bolsillo, de pulsera o incluso el Big Ben: no fueron pocas las embestidas humanas para dominar el tiempo a lo largo de la historia. Y el rol cada vez más preponderante de la técnica logró lo que las meras intenciones no alcanzaban. La precisión, paulatinamente, se confundió con perfección, y la unidad más breve del tiempo –el segundo– pudo por fin ser dividida. En 1884, cuando la Conferencia Internacional del Meridiano celebrada en Washington (Estados Unidos) adoptó al de Greenwich como referencia horaria mundial y el tiempo fue realmente universal, el desafío ya se había iniciado bastante atrás; 300 años, más exactamente, con el calendario que se conoce como gregoriano en nombre del papa que lo instauró, Gregorio XIII. Desde entonces, 1582, los años comenzaron a durar lo que duran hasta hoy.
El siglo XX fue el de la victoria. Hacia 1930 ya se creía que el tiempo había sido encerrado: el reloj mecánico ofrecía un margen de error de un segundo cada cuatro meses. Parecía óptimo y no por eso sofisticado. Se trataba, al fin de cuentas, de contar las vibraciones de algo que tuviera una frecuencia constante, un péndulo por ejemplo. El “pero” que tiene todo invento superado no tardó en descifrarse; las vibraciones podían verse alteradas por cambios en la temperatura o en la presión del aire. No era suficiente. Y así, casi por necesidad, el reloj atómico dio las doce.
El primero fue construido en 1948 por la Oficina Nacional de Normalización (NIST) de los Estados Unidos, basado en las ideas del premio Nobel de física, el austríaco Isidor Isaac Rabi. El amoníaco fue el compuesto elegido, pero su éxito no pasó del prototipo; la precisión que conseguía la resonancia magnética sobre sus moléculas no fue la esperada, y apenas pudo superar el estándar de los habituales relojes de cuarzo.
La solución: el cesio, aún hoy un metal sin otras conquistas además de haber revolucionado la historia de la cronología. Cada átomo de cesio posee 55 electrones que giran en distintas órbitas, algunas bastante alejadas del núcleo. El hallazgo de Essen y Party fue descubrir que, sometidos a muy bajas temperaturas, la energía liberada por los electrones se emite en forma de microondas cuya frecuencia es 9192631770 hertz, o ciclos por segundo. El tiempo tenía una nueva partícula: el segundo ya no era cualquiera de las 86400 partes en que se divide un día o en que se produce el movimiento de rotación de la Tierra; era ni más ni menos que esas nueve mil millones de ondas hertzianas.
Precisión suiza
Créase o no, el mundo tiene un reloj supremo –atómico, por supuesto–: el que regula el llamado “Tiempo Universal Coordinado”, que puede ser considerado sin eufemismos el tiempo “legal” y que puede asimilarse, aunque nada guarde de su relación con la rotación del planeta, al del meridiano de Greenwich (wwp.greenwichmeantime.com).
Los pasos fueron gigantes. En el medio siglo transcurrido desde su invención, el reloj atómico ha incrementado su precisión más de cien mil veces. Se estima que el más novedoso desarrollado hasta hoy no adelantará un segundo en los próximos 30 millones de años; suficiente para regular el funcionamiento de casi todas las actuales tecnologías satelitales, desde la transmisión de señales televisivas hasta el ahora famoso sistema GPS (Global Positioning Satellite) de la telefonía celular. Lo que se dice confort.
Y sin embargo, se quiere más. El próximo paso es reemplazar las microondas y el frío por láseres que trabajen con frecuencias más elevadas y, por ende, más precisas. Los relojes atómicos ópticos prometen, según se espera, no adelantar ni atrasar ni un segundo en quince mil millones de años, ni más ni menos que el resto de vida que le queda al universo, según se cree.
La nueva palabra clave será el femtosegundo: mil millones de millonésimas de segundo. Dicen que determinará los horizontes de los viajes al espacio. No sería una mala idea, entonces, que uno de estos tan esperados relojes láser se envíe hacia el cosmos tan pronto sea creado: quien lo recoja podrá saber cuánto falta para el fin.
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