"Quiero hablar de un viaje que he estado haciendo, un viaje más allá de todas las fronteras conocidas..." James Cowan: "El sueño del cartógrafo", Península, 1997.

lunes, 3 de noviembre de 2008

¿Será americano el siglo XXI?

Fuente:http://www.magazinedigital.com/reportajes/los_reportajes_de_la_semana/reportaje/cnt_id/2554


Magazine, 02/11/2008
Texto de Xavier Batalla

El siglo XX fue estadounidense.

La guerra de Cuba, en 1898, permitió a Estados Unidos poner un pie fuera del continente; la Primera Guerra Mundial hizo que Estados Unidos asomara la nariz entre los grandes; después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos dominó la escena o, si se quiere, la mitad más uno del mapa, y, finalmente, la posguerra fría, con la desaparición de la Unión Soviética, confirmó el predominio de Estados Unidos, que pasó a ser la única superpotencia. Pero ahora, en la víspera de las elecciones presidenciales del 4 de noviembre, el posible declive de la hegemonía estadounidense hace correr ríos de tinta en un mundo multipolar.

Meritxell Duran

Henry Luce, propietario de Time y Life, no se precipitó cuando sentenció que el siglo XX sería estadounidense. En el siglo XIX, Gran Bretaña fue una superpotencia que gobernaba una cuarta parte de la población mundial, pero era el segundo o tercer país más rico y una potencia militar entre las potencias militares. La fuerza se la proporcionaba su flota, que equivalía a la suma de las dos siguientes.

Estados Unidos fue más superpotencia en el siglo XX, tanto por su poder duro –militar y económico– como por la influencia de su poder blando, es decir, la democracia, la tecnología, la cultura, la música y el cine, que son maneras de prolongar la política por otros medios.

Estados Unidos gastaba a finales del siglo XX casi tanto como el resto de los estados miembros de la ONU. Su economía era la suma de las tres siguientes –entonces, Japón, Alemania y Reino Unido–. Tenía el 5% de la población mundial, pero producía el 43% del total mundial y el 40% de la alta tecnología. Y disfrutaba del 50% de la investigación. Fared Zakaria, analista de Newsweek, explicó así el poderío estadounidense: “América cierra el año 2001 más poderosa que cuando comenzó. En tres meses ha derrocado a un gobierno situado a 11.000 kilómetros, en uno de los más inhóspitos territorios de la Tierra, en las montañas y cuevas de Afganistán, y ha derrotado a las tribus que hicieron retroceder a los imperios británico y ruso. Y esto lo ha conseguido desde el aire y casi sin sufrir bajas. Ningún otro país puede hacer esto. Ningún otro país en la historia ha hecho esto”.

Hay países que se consideran víctimas de un error de la geografía. Es el caso de Costa Rica, que, con su renuncia a tener un ejército, está convencida de haber hecho méritos suficientes para estar situada entre las democracias europeas y no bajo el volcán centroamericano, periódicamente activo. Pero también hay países que siempre han tenido a la geografía como aliada. Es el caso de Estados Unidos, que hasta el 11 de septiembre del 2001 se consideraba invulnerable.

Principios o expansionismo


En Estados Unidos, la geografía es como una filosofía política. Como continente dentro de un continente, sin potencias rivales de consideración y lejos de Europa, cuna del realismo político y del equilibrio de poder, Estados Unidos siempre ha dado gracias a la geografía por poder permitirse el lujo de ser excepcional, en el sentido de diferente, como dice Seymour Martin Lipset, también en política exterior. La geografía, sin embargo, no lo explica todo.

La conducta exterior estadounidense en el siglo XX puede ser interpretada de maneras muy distintas, pero, básicamente, las visiones pueden resumirse en tres.

La primera es aquella que prefiere ver a Estados Unidos como un actor moral de las relaciones internacionales; es decir, como un Estado que no se ha movido en función de sus intereses nacionales, sino por principios, convencido de que la extensión de la democracia conducirá a unas relaciones internacionales pacíficas. Este es el punto de partida del idealismo internacionalista del presidente demócrata Woodrow Wilson y, en parte, se deriva de las ventajas que la geografía ha deparado a un poderoso país sin vecinos con los que haya tenido que hacer equilibrios de poder. Los partidarios de esta visión esgrimen como prueba las intervenciones estadounidenses en las dos guerras mundiales originadas en Europa en el siglo XX.

Una segunda interpretación se inclina por contemplar a Estados Unidos como un país históricamente expansionista, con una debilidad por la diplomacia de las cañoneras o del dólar y con una mal disimulada aspiración unilateralista a la hegemonía. Este es el punto de vista de analistas estadounidenses como Noam Chomsky.

Y la tercera interpretación es la que no contempla a Estados Unidos ni como un extraño campeón ético en un mundo de egoístas ni como un país con una avaricia superior a la media, sino como un país normal que pretende garantizar o aumentar su poder; esto es, un país como cualquier otro. Este es el punto de vista de los realistas, entre ellos Hans Morgenthau y Henry Kissinger, para los que la política exterior debe estar guiada por la defensa de los intereses nacionales.


Enric Jardí

La guerra de 1898, por la que Cuba dejó ser colonia española y Estados Unidos se anexionó Filipinas, Puerto Rico, Guam y las islas Hawái, es emblemática. Lo significativo de 1898 es que marcó un punto de inflexión, ya que estas anexiones territoriales representaron la primera extensión de la soberanía estadounidense más allá de los límites continentales de Norteamérica, lo que anunció el nacimiento de una gran potencia. Pero la guerra de 1898 (la voladura del Maine fue entendida como un 11 de septiembre) también es emblemática porque puede encajar, según quién sea el observador, en cada una de las tres visiones de la política exterior estadounidense.

¿A qué obedeció, hace más de cien años, la conducta de Washington? ¿Al idealismo propio de un actor moral en las relaciones internacionales, como indican los relatos de la época que hacen referencia a la indignación de la opinión pública estadounidense por los horrores de la guerra hispano-cubana? Hubo algo de esto, sin duda. La seguridad nacional estadounidense no estaba amenazada, y en la guerra se perpetraron atrocidades. Pero no es menos seguro que también había grandes intereses estadounidenses en juego.

Los acontecimientos del 98 son paradigmáticos porque provocaron un debate entre expansionistas (imperialistas) y no expansionistas, según la terminología utilizada por George F. Kennan, el realista que posiblemente ha sido el más grande diplomático estadounidense del siglo XX. Los expansionistas utilizaron diversos argumentos. Para unos, el derecho a la anexión de las colonias españolas estaba implícito en el destino manifiesto (doctrina unilateralista del expansionismo). Y, para otros, se trataba de defender el territorio continental estadounidense. También hubo quien esgrimió el deber, como nación ilustrada, de regenerar a los habitantes de los territorios anexionados. Parece, pues, que estamos hablando de la invasión de Iraq en el año 2003.

Los adversarios del expansionismo argumentaron su posición en términos de carácter legal. “Conquistar un territorio extranjero y gobernarlo sin el consentimiento de su población sería contrario a la Constitución y a la Declaración de Independencia”, dijo George F. Hoar, senador republicano por Massachusetts, en su respuesta al senador Platt sobre la rebelión protagonizada en Filipinas por los seguidores de Aguinaldo.

El despertar de la superpotencia


El desenlace es conocido. La Administración de William McKinley fue a la guerra, como propugnaba, entre otros, el futuro presidente Theodore Roosevelt. Y Estados Unidos se hizo mayor en política exterior. Después de España, Holanda fue hegemónica de 1580 a 1688, cuando tuvo como principal competidor a Gran Bretaña, que tomó el relevo de 1688 a 1914. Y los acontecimientos de 1898 anunciaron el despertar de una superpotencia que, después de 1945, copresidió un mundo bipolar hasta 1991, cuando la Unión Soviética desapareció y la guerra del Golfo despejó el camino hacia la hegemonía estadounidense.

Un factor determinante del liderazgo estadounidense en el siglo XX fue su modelo económico, una combinación de producción masiva y consumo de masas. Este sistema se apoyó en el new deal, el nuevo pacto social auspiciado por el demócrata Franklin Delano Roosevelt y también conocido como fordismo, en honor de Henry Ford, el inventor y fabricante de los célebres automóviles Model-T.

Entonces, el capitalismo sin prácticamente leyes dio paso a un sistema más reglamentado, por el que se aceptó que el gobierno limitara el poder del capital. No era el Estado del bienestar europeo, pero tampoco era la jungla anterior. A esta doctrina se la denominó convergencia armónica, idea que fue aplicada a las relaciones internacionales, en las que prometió un mundo con estables instituciones internacionales.

La competición ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética se libró entre el new deal y la economía planificada. Entonces, de la misma manera que el idealismo de Wilson inspiró antes la Sociedad de Naciones, Franklin D. Roosevelt auspició un nuevo orden internacional basado en la ONU y en el imperio de la ley. La excepcionalidad estadounidense parecía, de esta manera, en retirada, y la convergencia armónica se convirtió en el gran proyecto. Según el guión, esta convergencia debería acelerarse después de la guerra fría, cuando, una vez desaparecida la URSS, el final de la historia estaría a un tiro de piedra, al menos para Francis Fukuyama, ahora un neoconservador crítico con la guerra de Iraq. Pero el modelo rooseveltiano comenzó a retroceder en los ochenta, cuando Ronald Reagan sentó las bases de otro capitalismo desregulado.

En los últimos veinte años, el mundo ha conocido los cambios más profundos desde el inicio de la guerra fría, tanto políticos como económicos, sociales y tecnológicos. La desaparición de la Unión Soviética puso fin a la guerra civil europea del siglo XX y dejó a Estados Unidos como única superpotencia, lo que cambió el mundo de arriba abajo, no los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, Washington y Pensilvania. Aunque estos fueron interpretados por la Administración Bush como la oportunidad histórica para alumbrar otro sistema internacional basado en cuatro ideas: la preservación del flamante orden unipolar, la primacía de la fuerza, el ejercicio unilateral del poder y el derecho a desencadenar una guerra preventiva aunque la amenaza no fuera inminente. William Pfaff, columnista estadounidense, lo ha resumido contundentemente: “Antes del 11 de septiembre, Estados Unidos ya estaba cerca de una universalidad de influencia e incluso de una dominación de la sociedad internacional que ningún imperio anterior poseyó. Pero carecía de voluntad política para imponerse. El 11-S proporcionó esta voluntad”.

El debate sobre el imperio, cuyas raíces se remontan a Theodore Roosevelt, a principios del siglo XX, se disparó el 11 de septiembre del 2001, y uno de los primeros tiros lo disparó Max Boot, un editorialista de The Wall Street Journal que echó mano de la idea imperial para explicar los atentados. “El 11 de septiembre fue resultado de la insuficiente ambición de Estados Unidos; la solución, por eso, está en la necesidad de ser más amplio en los objetivos y más decidido a la hora de pasar a la práctica.” Al carro de Boot se subieron todo tipo de pensadores. Para un significativo sector de académicos y analistas, el término imperialista empezó a no ser una crítica, sino lo contrario.

Hace una generación se publicó The Ugly American (el americano feo), que trató de explicar por qué Estados Unidos, errores políticos incluidos, se había ganado la antipatía de quienes podían ser sus amigos en el Sudeste Asiático. Después del 11 de septiembre, Joseph Nye jr., subsecretario de Defensa de Bill Clinton, publicó un magnífico libro, La paradoja del poder norteamericano (Taurus, 2003), en el que reclamó la atención de la Administración Bush sobre el poder blando, que es considerado como el tercer pilar, con el militar y el económico, de la política exterior que ha hecho de Estados Unidos una hiperpotencia. Nye no resta importancia al poder militar, pero advirtió de los peligros que se derivan de la obsesión de confiar exclusivamente, o casi, en la fuerza.

La posible caída del imperio americano es ahora un tema recurrente. El debate lo resucitó en 1987 Paul Kennedy, eminente historiador de Harvard, y ahora, con el gradual desplazamiento del poder hacia Asia, la discusión se ha hecho global. Kennedy escribió un libro excelente, Auge y caída de las grandes potencias (DeBolsillo), en el que pronosticó el declive de Estados Unidos, como antes hicieron el historiador Carlo Cipolla y el periodista Walter Lippmann, al reparar en que la caída de las grandes potencias ha estado estrechamente relacionada con la multiplicación de sus responsabilidades militares hasta que se han quedado sin fuerzas. Pero Kennedy, que se adelantó a la ruina estratégica y económica de la invasión de Iraq, no tuvo suerte: su libro se publicó dos años antes de que se hundiera el imperio soviético.

Los cambios operados en la escena internacional desde el 11 de septiembre han puesto fin al momento unipolar de los neoconservadores y han hecho que la escena sea más multipolar. En Asia se ha gestado el acontecimiento económico de nuestra era: el ascenso de China e India, las superpotencias demográficas. En Oriente Medio, el triunfo de la revolución teocrática de Jomeini, así como el enconamiento del conflicto palestino-israelí, han dado paso al resurgir del islamismo y del terrorismo apocalíptico. La globalización se ha acelerado con innovaciones tecnológicas como internet y los ordenadores personales. Y las migraciones se han mundializado con las globalizaciones de la economía, del transporte y de la información, que han achicado el mundo. Es decir, mientras la Administración Bush estaba atrapada en las guerras de Afganistán e Iraq, el planeta se ha transformado. Estados Unidos aún es la única superpotencia, pero el hundimiento de Wall Street, el desastre económico y los compromisos militares indican, a diferencia de lo que ocurría hace medio siglo, que a Estados Unidos el mundo parece venirle grande.

Fareed Zakaria acaba de publicar un libro, The Post-American World, que define la nueva era, caracterizada, según dice, no tanto por el declive estadounidense como por el ascenso de los otros. Gulliver no ha empequeñecido, sino que, gracias a la globalización, le han crecido los enanos, como China, que en un día exporta ahora más que todo lo que exportó en 1978, cuando Deng Xiaoping abrió la puerta al capitalismo. Las estadísticas que maneja Zakaria son elocuentes. El PIB estadounidense actual asciende a 14 billones de dólares, mientras que el chino es de tres billones. En dos decenios, China podrá crecer hasta los 12 billones. ¿Rozaría entonces la primera plaza? No, su PIB sería menos de la mitad que el estadounidense. Los valedores del crecimiento chino subrayan que ya fabrica 600.000 ingenieros anuales mientras que Estados Unidos sólo produce 70.000. ¿La enseñanza china es, pues, superior? No. Entre el 42% y el 68% de las cincuenta primeras universidades del mundo son estadounidenses. Y China también tiene sus puntos débiles, incluida su sed de petróleo, ya que, como Europa y Japón, envejece. ¿Cuál sería, entonces, el último secreto estadounidense? La inmigración, que le hará más joven en este siglo.

La Administración Bush ha sido un desastre. Ha pretendido revolucionar, con las guerras de Afganistán e Iraq, el sistema heredado de la guerra fría. Pero el resultado ha sido un desastre, entre otras cosas porque la guerra contra el terrorismo no se ha convertido en ningún principio organizador del sistema internacional, al tiempo que la influencia del poder blando estadounidense ha disminuido. Por eso, la continuidad de la hegemonía estadounidense en un mundo cada vez más multipolar dependerá, al menos en parte, de la percepción que de ella tenga el mundo, si se la considera benigna o arrogante. El unilateralismo de Bush sin el complemento multilateralista, que significa legitimidad internacional, es una invitación a contrapesos estratégicos.

¿Qué cambiarán, entonces, las elecciones presidenciales del 4 de noviembre? La guerra global contra el terrorismo seguirá siendo la prioridad de la política exterior estadounidense después de Bush, pero la globalización, dominada inicialmente por Estados Unidos, ha acelerado, como dice Laurent Cohen-Tanugi (Guerre ou paix, 2007), el ascenso de nuevos centros de poder. El mundo ha cambiado.

El barón del petróleo

En la década de 1970, con la guerra de Vietnam, El Padrino, Chinatown y Alguien voló sobre el nido del cuco fueron metáforas de la sociedad estadounidense de la época. Ahora, con la guerra de Iraq, Pozos de ambición, de Paul Thomas Anderson, y Michael Clayton, de George Clooney, son la imagen de la venalidad de los negocios de fin de siglo. Pozos de ambición se inspira en Petróleo, novela de Upton Sinclair que en 1927 abrió el pozo sin fondo de la demonización de los barones del petróleo, cuya penúltima dinastía es la de los Bush.

El petróleo comenzó a cambiar el mundo a mediados del siglo XIX, cuando Samuel Kier, un boticario de Pensilvania, lo comercializó con el nombre de aceite de roca. Desde entonces, el crudo ha creado personajes peculiares, como Daniel Plainview, el protagonista ambicioso, despiadado y misántropo de Pozos de ambición. Para narrar esta historia, que arranca en 1898, en el sur de California, y termina en 1927, dos años antes del crac de Wall Street, Sinclair tuvo abundante materia para inspirarse. Un yacimiento fue el joven John D. Rockefeller (1839-1937), quien, después de un rosario de extorsiones y sobornos, llegó a controlar el 90% del petróleo del país. Si se tradujera su fortuna de la época en dólares actuales, Rockefeller habría sido el individuo más rico de la historia.

El petróleo explica la prehistoria empresarial estadounidense. Wall Street,
la película de Oliver Stone, nos adelantó la codicia que ha desembocado en la crisis financiera del 2008. Y Michael Clayton nos cuenta la corrupción de principios
del siglo XXI.


Del aislacionismo al globalismo

El salto de Estados Unidos desde el aislacionismo hasta el globalismo es explicado por sus respuestas a cuatro graves incidentes, aunque no todos fueron agresiones.

Primero, la voladura del Maine el 15 de febrero de 1898, cuando 266 marineros estadounidenses perdieron la vida en un accidente que Washington atribuyó a un sabotaje español, lo que provocó la guerra; la victoria militar permitió a Estados Unidos poner un pie por primera vez fuera del continente americano.

Segundo, el hundimiento del transatlántico Lusitania, provocado por un submarino alemán el 7 de mayo de 1915, que costó la vida a 1.200 personas, entre ellas 129 estadounidenses; Estados Unidos comenzó entonces a codearse entre los grandes después de la guerra.

Tercero, el ataque japonés contra Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, que mató a 2.043 estadounidenses; la derrota de las potencias del eje hizo de Estados Unidos una superpotencia.

Y, finalmente, el 11 de septiembre del 2001, cuando los atentados en Nueva York, Washington y Pensilvania segaron 2.986 vidas, la mayoría estadounidenses, y dieron paso a las guerras de Afganistán y de Iraq.

La voladura del Maine, el hundimiento del Lusitania y el ataque contra Pearl Harbor fueron decisivos para que los estadounidenses pusieran de manifiesto su vocación hegemónica global. Después del 11 de septiembre, la Administración Bush pretendió revolucionar el sistema heredado de la guerra fría, pero el resultado ha sido un desastre. El momento unipolar que celebraron los neoconservadores ha dado paso a un mundo más multipolar.

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